La reciente aprobación del currículo de Bachillerato ha desatado furiosas polémicas entre académicos y políticos.

Es muy difícil observar los acontecimientos sin atribuirles un sentido, un por qué, una intención.

Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, ha recurrido ante el Supremo acusando a Sánchez de «querer politizar todo».

Entre los críticos al currículo del ámbito académico, que son muchos, circula la versión de que la falta de contenidos del nuevo plan de estudios obedece a un plan intencionado en disminuir el nivel académico, reducir el conocimiento de las ciencias y la filosofía a favor de concepciones veladamente moralizantes, ideológicas y proselitistas. Incluso hay quienes, como el filósofo Gabriel Albiac que han ido más allá, afirmando que «Se está buscando la completa analfabetización…» en el derrotero de la enseñanza. El espectro de las interpretaciones va desde afirmar que se trata de una mera búsqueda de rentabilidad política hasta la intención de disminuir la capacidad crítica de las nuevas generaciones para facilitar su manipulación.

Hace nada que se apagó la eclosión de teorías conspirativas sobre el origen de la reciente pandemia y perduran aún diversas hipótesis acerca de razones ocultas para la guerra ruso-ucraniana.

¡Ríos de tinta!

La realidad es que como dijo Otto von Bismarck, el prusiano defensor de la «Realpolitik», «La política es el arte de lo posible». Por lo tanto, las intenciones, que sin duda las hay, quedan casi siempre superadas por la interacción con multitud de variables. Los líderes hacen lo que pueden más que lo que quieren.

No es mi intención discutir aquí cuánto hay de fundamento o de fantasía en estas interpretaciones, ni mucho menos deslegitimar las críticas al reciente currículo, sino poner en evidencia la manifestación de un mecanismo psicológico universal, como es la necesidad imperiosa de negar que el resultado final de muchos acontecimientos es mero fruto de interacciones caóticas y que, incluso, carecen de sentido alguno. Aun admitiendo que las intenciones existan, lo normal es que los resultados finales acaben muy lejos del objetivo inicial.

Para un líder es prácticamente imposible permanecer en el poder sin una cuota, más bien importante, de oportunismo.

Los pensadores griegos llamaban «teleología» a la rama de la metafísica que se refiere al estudio de la finalidad o propósitos de un ser o de un objeto. El uso más frecuente se refiere a la atribución de una finalidad. Teleología y oportunismo se oponen y lo frecuente es el triunfo de lo segundo.

Por ejemplo, la razón por la que incluso en la actualidad hay lugares de los Estados Unidos en que se cuestiona la teoría de la evolución de las especies se debe a que Darwin demostró que la naturaleza avanza movida solo por la eficiencia de mutaciones que ocurren caprichosamente al azar y por lo tanto la naturaleza no se dirige a ningún objetivo.

Los psicólogos sabemos que el trastorno de personalidad paranoica PPD, por sus siglas en inglés (paranoid personality disorder) se manifiesta por una exacerbación de la atribución de intencionalidad a las personas y acontecimientos de la realidad. Se trata de una afección grave que puede acabar en el colapso del contacto con la realidad propio de la psicosis y la esquizofrenia.

Lo complejo del tema es que no es posible comprender la realidad sin armar un mapa de sentidos, pero a la vez causa vértigo entender que gran parte de los acontecimientos que nos rodean, aunque nos afecten, no carecen de una intencionalidad oculta que esté a favor o en contra nuestro.

Ocurre con frecuencia que en las relaciones sociales interpretemos las actitudes intenciones y motivos de los demás y luego debamos corregirlos, si es que somos capaces de admitir nuestro error. Esa capacidad de rectificación es un ingrediente fundamental de la empatía. Tanto si se trata de que nos quieren más o menos que nuestras suposiciones iniciales. De este delicado equilibrio depende, en parte, el bienestar de nuestra vida social. Por esa razón, en los casos de personas con tendencia a ver un exceso de intenciones, generalmente auto-referidas, la TCC (terapia cognitivo conductual) que ha surgido como una técnica terapéutica centrada en corregir patrones fallidos de comportamiento, consiste en que quien lo padece evite sobreponer sus pensamientos a la realidad de las actitudes de los demás.

Jorge Luis Borges, como poeta, se debatía frente a esta paradoja entre la necesidad de atribuir intenciones a la fría realidad y el riesgo de deformar lo objetivo. En un escrito citó una poesía del místico Angelus Silesius que dice:

«La rosa es sin porqué, florece porque florece, no presta atención a ella misma, no se pregunta si uno la ve». Pero admite que se necesita «una tenaz conspiración de porqués» para dar entidad poética a la rosa.