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Antonio Papell

¿Comercio contra nacionalismo?

Las Comunidades Europeas, después Mercado Común, mucho más tarde Unión Europea, nacieron como el antídoto natural frente al nacionalismo histérico y radical que había provocado la Segunda Guerra Mundial. Francisco Rubio Llorente nos ilustró hace ya años acerca del viejo debate sobre la integración de Europa, iniciado aun antes de que el proceso comenzara: entre federalistas y funcionalistas, entre Altiero Spinelli y Jean Monnet. Aquel debate concluyó con los Tratados de París y Roma y el triunfo de las tesis de Monnet, a quien, en palabras de Spinelli, corresponde por eso el mérito de haber puesto en marcha la unificación de Europa y la culpa de haberlo hecho por un camino equivocado. Los términos de la opción siguen siendo hoy los mismos: Federación o Comunidad; Estado Federal o Unión de Estados.

Monnet pensaba en definitiva, con todo el acierto, que el mercado común del carbón, del acero y de la energía atómica –los componentes básicos de la industria militar- alejaría el riesgo de una nueva conflagración europea y ya veía al nacionalismo como el monstruo que había que embridar para que no se desbocase nunca más de nuevo. Que Alemania Federal, Francia, Italia y el Benelux formalizasen un proyecto cooperativo era una garantía de paz, el gran antídoto del particularismo.

En cierto modo, algo semejante se intentó desde Occidente tras la guerra fría. Como acaba de recordar Daron Acemoglou –profesor de Economía en el MIT, autor del célebre «Por qué fracasan las naciones»-, en el año 2000, el entonces candidato presidencial George W. Bush describió el libre comercio como «un aliado importante en lo que Ronald Reagan llamó ‘una estrategia avanzada para la libertad’... Comercia libremente con China, y el tiempo está de nuestro lado». La esperanza era que el comercio y la comunicación globales condujeran a la convergencia cultural e institucional en torno al modelo demoliberal. Y a medida que el comercio se volviera más importante, la diplomacia occidental se haría más potente, porque los países en desarrollo temerían perder el acceso a los mercados y las finanzas estadounidenses y europeos.

Pero las cosas no han funcionado de este modo. El nacionalismo actual ha resultado ser una reacción que se refuerza a sí misma frente al proyecto de globalización posterior a la Guerra Fría. La globalización se organizó de tal manera que generó grandes ganancias inesperadas para los países en desarrollo que podían reorientar sus economías hacia las exportaciones industriales y al mismo tiempo mantener bajos los salarios (el ingrediente secreto del ascenso de China) y para las economías emergentes ricas en petróleo y gas. Pero estas mismas tendencias han empoderado a líderes nacionalistas carismáticos iliberales y autoritarios.

Según Acemoglou, hay al menos tres factores que alimentan estos nuevos nacionalismos: los agravios históricos procedentes de la época colonial; la globalización misma, que incrementó tensiones preexistentes; y los líderes políticos que se han vuelto cada vez más hábiles para, descartando los escrúpulos, explotar el nacionalismo en su propio beneficio. Cita el autor a Xi Junping, que explota el sentimiento nacionalista mediante planes y campañas; al indio Narendra Modi, cada vez más alejado del liberalismo; al turco Recep Tayyip Erdogan; y obviamente, al ruso Vladimir Putin.

En el caso ruso, confluyen los tres ingredientes mencionados que alimentan el neonacionalismo agresivo: Rusia cree que ha sido humillada tras la caída del Muro de Berlín; los rusos no se han beneficiado realmente de la globalización aunque sí ha proporcionado grandes riquezas a un puñado de poderosos oligarcas; y Putin se ha organizado magníficamente al sustentarse sobre una amplia red clientelar cuyo engrudo es precisamente el germen nacionalista.

Es obvio que esta situación requiere una reconsideración del proceso de globalización en marcha. No podemos basar el comercio internacional en la violación de los derechos humanos y la explotación del trabajo por el capital; los acuerdos comerciales no deben ser dictados por las oligarquías sino controlados mediante criterios de equidad y humanitarios; los países occidentales no podemos dejarnos influir por regímenes viciados, sino que hemos de actuar guiados por las organizaciones de la sociedad civil (Amnistía Internacional, Transparencia Internacional). Porque, como dice Acemoglou, «no existe una bala de plata para vencer el autoritarismo nacionalista, pero hay mejores opciones para contrarrestarlo».

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