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Juan Gaitán

Mañanas de junio

Con la primera luz del día (la del alba sería, hubiera dicho Cervantes), junto a mi ventana suelen posarse un par de vencejos. Son pájaros muy habladores los vencejos. Gustan de pararse sobre un cable de esos que vuelan aún por las calles en lugares como el mío, donde todavía hay postes de teléfono en mitad de las aceras, y ponerse a charlar. No son cantores los vencejos, son pájaros de mucha conversación y parloteo.

Esto pasa con frecuencia en los primeros días de junio, mis días preferidos, porque los primeros días de junio tienen siempre abierta la puerta a la esperanza. Los primeros días de junio, al menos así me lo parece, invitan a trascender de lo sórdido del mundo, a imaginar un posible futuro de vencejos que hablan junto a tu ventana todos los días, todas las mañanas, con la primera luz del alba, antes de que amanezca la violencia contra las mujeres, la guerra, la inflación, todas las amenazas que pueblan los días. Y a veces, al menos por un instante, ese instante del despertar, basta con el deseo de que el mundo sea un lugar pacífico, habitable y cálido para sentir que puede serlo, que podría serlo si nos lo propusiéramos.

No es verano aún según la oficialidad de los calendarios, pero el calor ya es una realidad inevitable. Esta mañana he encontrado un mar de hormigas a la entrada de mi casa. Se habían colado por debajo de la puerta. Corrían, alocadas, para todas partes. Suele ser señal de terral, ese viento impar que es, como el siroco y algunos otros, de linaje infernal, capaz de llevar el termómetro a 35 grados o más.

Yo soy un tipo apegado a mis costumbres. Llevo a cabo muchas cosas de forma ritual, pero no mecánicamente. Soy consciente de lo que hago y me gusta hacerlo así, de esa forma, con ese concreto «tempo» y esa exacta ceremonia.

Seguramente todo se basa en que tengo la firme certeza de que si algo tuerce el normal discurrir de mis acciones, especialmente las primeras del día (es ahí donde más arraigados están mis hábitos), todo el resto de la jornada será una consecución de desastres. Creo que esto está diagnosticado como algún tipo de trastorno, lo sé, pero es lo que es, soy lo que soy.

De modo que esta mañana, con la charla de los vencejos aún en los oídos, yo quería, como siempre, prepararme un café. Pero me encontré con las hormigas y mi primera acción del día ha sido matar a pisotones un montón de ellas, quizás más de cien.

Y me he sentido como un dios justiciero, como una plaga, como un desastre, como un Putin de barriada, y he sabido que, ni siquiera en una esperanzadora mañana de junio, empezar el día con una hecatombe puede augurar nada bueno ni para mí ni para el mundo.

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