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Antonio Papell

¿Prohibir las criptomonedas?

Las causas de la gran crisis de 2008 son complejas pero es conocido que el desencadenante fue el hundimiento de las subprime, las hipotecas basura, préstamos bancarios sobre bienes sin valor real en operaciones fraudulentas que solo fueron posibles por la gran desregulación del sector a manos de los ultraliberales.

Ahora, ya no hay hipotecas basura pero sí existen otros activos todavía más inseguros, que son las criptomonedas. Pese a lo alambicado de su génesis —el bitcoin, cuyo autor se oculta bajo el seudónimo Satoshi Nakamoto, está vinculado a una base de datos pública llamada blockchain o cadena de bloques—, estas monedas digitales, de las que existen varios miles de variantes (12.278, según el último recuento que hemos visto publicado), no están al cuidado de regulador alguno, ni guardan relación con bienes físicos, y su cotización depende exclusivamente del mercado. Su éxito ha sido la consecuencia de los bajos tipos de interés, lo que llevaba a los inversores a invertir en criptoactivos, tan bien remunerados a veces como de cotización incierta siempre, y ahora, cuando se anuncian subidas en el precio del dinero, la deserción de los inversores está teniendo efectos catastróficos: últimamente, todas las criptomonedas han perdido más del 50% desde sus máximos históricos, y en muchos casos más del 80%. El bitcoin, en concreto, ha recorrido una trayectoria de vértigo: costaba 41.030 dólares el 29 de septiembre de 2021, 69.000 $ el 10 de noviembre de 2021, 35.075 $ el 23 de enero y esta semana se mueve en el entorno de 27.000 $. Bien entendido que el bitcoin costaba 327 $ el 20 de noviembre de 2015. Pero el futuro es imprevisible.

El asunto no es trivial porque el valor de mercado de los criptoactivos suma unos 2,2 billones (europeos) de euros, es decir, 2,2 millones de millones de euros, el doble de las hipotecas basura en 2008, por lo que es evidente el riesgo de que el hundimiento de las criptomonedas provoque un nuevo crash financiero.

El dinero fiduciario que manejamos ya no guarda un parangón con un activo concreto –el patrón oro dejó de existir hace tiempo— y su valor de mercado oscila bastante aleatoriamente en función de circunstancias no siempre conocidas ni controlables. Pero ese dinero se basa en un criterio que le da sentido: el trueque eficiente –el que practicaban nuestros ancestros a medida que se avanzaba en la distribución del trabajo y en la especialización— es en la práctica imposible, y el dinero fiduciario es necesario para efectuar las transacciones esenciales de los consumidores. El agricultor no cambia grano por mantequilla del ganadero: ambos “compran” y “venden” sus productos utilizando dinero, que traduce los equilibrios entre la oferta y la demanda. Naturalmente, estos equilibrios son volátiles y puede haber burbujas inflacionarias o deflacionarias, ciclos límite o comportamientos caóticos. Para reducir estas oscilaciones perturbadores y para ofrecer una cierta seguridad a los actores económicos, las instituciones reguladoras imponen unas normas y otorgan un seguro de depósitos que alcanza a los activos emitidos en la moneda fiduciaria oficial.

Las criptomonedas son en realidad depósitos sin seguro, con los que la experiencia demuestra que se pueden hacer pingües negocios pero también fraudes sin límite. Además, la minería de las criptomonedas, que implica un gran consumo de energía en computación convencional, genera cantidades ingentes de carbono, y además podría ser suplida en el corto plazo por la computación cuántica, lo que complicaría todavía más el blockchain. Por añadidura, es patente que el dinero digital, de fácil blanqueo, es el paraíso de los delincuentes.

Quizá haya que permitir que cada cual se arruine como quiera, pero sí parecería lógica la proscripción de las criptomonedas como medio de pago, al igual que lo es el uso de dinero en metálico a partir de cierto umbral. Estas monedas amparan actividades ilegales, y es alarmante observar que en España el 12% de los adultos ha invertido en criptomonedas 60.000 millones de euros, el 5% del PIB. No es saludable que el Estado mire hacia otra parte cuando pasa ante sus ojos tan peligrosa sinrazón. Y cuando premios Nobel de prestigio, como Stiglitz, acaban de reclamar su pura y simple prohibición .

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