Nuestros idiomas oficiales se quedan cortos a la hora de poner nombre a toda la nueva inmundicia que aparece en estos tiempos en los rincones más sombríos del Estado y su vecindario. El inventor de palabras de La Colmena necesita horas extra para encontrar las traducciones adecuadas de términos como lawfare, fake news o deep state. De estos ejemplos, quizá la traducción que ha quedado más resultona es la de este último concepto, el traducido como «cloacas del Estado», que aporta al término inglés una pátina de putridez muy conveniente.

Vivimos en un país en el que existe una policía política que fabrica pruebas falsas contra partidos beligerantes con los oligarcas y los altos funcionarios que influyen y controlan el Estado. Vivimos en un país en el que la cúpula judicial conspira contra quienes presume contrarios a lo que ésta considera «el interés de la nación», y en el que los principales medios de comunicación son un lobby ultraderechista que fabrica bulos a conveniencia sobre quienes molestan. Vivimos en un país donde ha habido un rey heredero del franquismo, que robó cientos de millones mientras estaba (corrijo, aún sigue estando) protegido por el Estado. Y ahora, poco sorprende que se descubra que se ha espiado al presidente del Gobierno y a la jefa de los espías, además de a un nutrido grupo de políticos independentistas, por supuesto, y vaya usted a saber a quién más.

Nada de esto es llamativo teniendo en cuenta que, hace 85 años, las «cloacas del Estado» ya planearon y ejecutaron la demolición de una democracia sobrevenida. La II República se atrevió a atentar contra lo que aquella amalgama de conservadurismo nacional-católico consideraba los «pilares de España», el orden establecido: dominio político, económico y social de una élite sobre una masa de población humilde, mantenida en la incultura. Aquello costó una guerra civil, un millón de muertes y asesinatos, y cuarenta años de dictadura.

Pero las cloacas siguen siendo las mismas. Las «alicataron» en el 78 con baldosas azules y rojas, cuando sus habitantes decidieron dar permiso para remodelar el régimen y celebrar elecciones de tanto en tanto y siempre que ganaran los suyos, que en aquel momento eran casi todos.

Es muy sintomático que, a pesar de los múltiples indicios, se haya tardado décadas en enfocar de nuevo al enemigo. A esos que tienen como único interés proteger, desde las cloacas, su base de poder. Una base de poder que no es otra que el control total de los resortes que mueven el Estado. O mejor dicho, que lo mantienen estático, reaccionando únicamente ante las amenazas a su recién apercibido dominio. Esas cloacas consideraron un ataque la irrupción de un partido de izquierdas que pudiera aspirar a gobernar como Podemos, exento de los pactos de la Transición, y también el desafío de Cataluña en 2017.

Y ante todo esto reaccionaron con dureza. No resulta extraño que también perciban como amenazante a un Pedro Sánchez que se atrevió a pactar y a gobernar con quienes consideran su antítesis, por primera vez desde Azaña, y en contra, incluso, de los sectores del PSOE que aceptaron en Suresnes habitar también en las cloacas.

El panorama no es halagüeño. Resulta sonrojante ver cómo alimentan con dinero y espacio público a su nueva herramienta política (vox), nacida del tardofranquismo, engordada con dialéctica fascista, fabricada con el único objetivo de apuntalar su dominio del Estado. Y aún así hay esperanza. Porque cada vez más personas son capaces hoy en día de visibilizar la amenaza que suponen las cloacas del Estado, y de ver el camino a seguir. Por mucho que la Transición haya resultado un complejo ejercicio de ‘gatopardismo’ por parte de las oligarquías, lo cierto es que nos brindó mecanismos sociales, jurídicos y legislativos para cambiar las cosas. Se han utilizado correctamente en muchas ocasiones para mejorar la vida de la gente, y para protegerla en momentos complicados como los que hemos vivido recientemente.

Las cloacas del Estado se pueden limpiar con el agua a presión que significan las mayorías sociales cuando votan a favor de sus propios intereses, y no de los que les indican Ana Rosa o Ferreras. Hará falta renovar cúpulas (y bóvedas) en las fuerzas de seguridad, en las fuerzas armadas, en la judicatura y en las altas instancias de la función pública. Hará falta renovar los instrumentos jurídicos, hacer nuevas leyes, todo lo que sea necesario para encaminarnos hacia una renovación del Estado que consista en desarrollar y aumentar la intensidad de nuestra Democracia, y dejar atrás el pozo negro de las actuales cloacas. Una renovación que incluya, por qué no, el poder votar al jefe del Estado por primera vez desde mayo de 1936, una consulta que no sea un simple acto de visibilidad como el de este 14 de mayo, sino uno que dé la oportunidad real a la gente de decidir sobre algo que en otros países hacen desde 1789. Porque dice la actual Constitución que la soberanía reside en el Pueblo, y eso significa -y así debe poder ser- que, si el Pueblo quiere, todo es posible.