Me siento orgullosa de cómo nuestra sociedad está reacionando a la crisis humanitaria derivada de la invasión de Ucrania. Mallorca es un perfecto ejemplo de esta solidaridad. Tanto la administración como la ciudadanía han lanzado numerosas iniciativas para ayudar a las personas refugiadas, y creo, sinceramente, que se está haciendo una gran tarea, movilizando en tiempo récord espacios y recursos. Pero a todo este orgullo, le acompaña una ligera sensación de tristeza, tal vez es un defecto profesional de educadora social. Permítanme que les explique.

Según ACNUR, «los refugiados son personas que huyen del conflicto y la persecución». Esta definición acota bien quien es susceptible de ser o no refugiado. La cuestión es que, en nuestras calles, vemos cada día a personas que se encuentran en una situación de total vulnerabilidad, conflicto y persecución, pero estos no siempre provienen de un lejano país. Hablo de las personas sin hogar.

Ingenua de mí, cada vez que alguna crisis humanitaria salta a la palestra comunicativa, confío en que la sensibilización afecte, aunque sea un poco, a nuestros propios refugiados, pero nunca es así; de hecho, sucede a la inversa. La realidad es que la rápida disposición de recursos viene muchas veces de la mano de retirarlos a quien los utiliza o los debería utilizar. ¿Entonces, por qué nos lanzamos a ayudar a las personas vulnerables de Ucrania, pero ignoramos o llegamos a rechazar a las de nuestros propios barrios?

La clave es la aporofobia. Este concepto, nombrado por la fundación Fundéu como palabra del año de 2017, define el miedo, rechazo o aversión a los pobres. Está estudiado: nos entristecemos por los pobres y vulnerables de países lejanos, pero detestamos a los pobres locales, a nuestros pobres. La explicación es que estos nos muestran nuestros defectos como sociedad, nuestras carencias y por eso no los queremos ni ver.

Es tal el nivel de rechazo al que hemos llegado, que esta semana la ciudad de Alicante, gobernada por el PP y su socio ultra, VOX, ha comenzado a multar a las personas sin hogar de sus calles. La situación es así de kafkiana: una sociedad que genera gente sin hogar por falta de recursos, no solo no los atiende, sino que los expulsa de sus calles amenazando con sanciones económicas.

Hemos llegado a un punto en que las propias personas sin hogar se ven obligadas a moverse de sus zonas habituales buscando zonas menos hostiles o mejor habilitadas. ¿No son, en parte, refugiados en su propia tierra? Los sin hogar de Alicante se «mudarán» a núcleos cercanos, fomentando que otras administraciones locales tomen medidas similares.

¿Cómo respondemos entonces a esta situación? Pues tenemos que buscar referentes y cabe decir que no nos faltan. Recientemente, Cataluña aprobó una ley pionera, impulsada por asociaciones, que obliga a las administraciones a responsabilizarse de las personas sin hogar que viven bajo su paraguas, además de ofrecer vías para que salgan de la situación en la que se encuentran. Aquí en Baleares hemos puesto en marcha medidas como los proyectos de Housing First y Housing Led, para personas en exclusión social; políticas activas de atención y acompañamiento, programas de salud mental y políticas de cooperación con entidades para que puedan encontrar otra vez el camino hacia las oportunidades y a la puesta en marcha de su proyecto de vida.

De todas formas, urge aprobar una ley adaptada al caso balear. Urge porque Alicante nos muestra el peligro que existe ante un cambio de color en el gobierno. Urge porque en Mallorca la población de personas sin hogar supera las 1.500 personas, como un pequeño municipio itinerante. Urge porque hay que garantizar a todo el mundo el derecho a la vivienda. Por eso pido, que guardemos un poco de esta maravillosa ola de solidaridad frente a los refugiados ucranianos, para nuestros refugiados patrios.