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Juan José Company Orell

Chismorreo electrónico

Me fascina el cuajo de nuestros ciudadanos dedicados a eso de la res pública con su capacidad de mostrar todavía sorpresa por cuestiones y realidades que para los mortales de la plebe son de diaria ocurrencia, de perene padecimiento; ahora tal parece que ahora algunos ciudadanos, políticos o no, dicen que dicen que han sido espiados mediante algún truquillo cibernético, luego pasaremos al asunto de los posibles «espiadores», metiéndose de tapadillo en sus teléfonos móviles.

Ninguna novedad hay en ello, toda la ciudadanía está atada a mil formas de observación y sujeción, y lo sabe, al poder establecido, bien sea éste político, social, económico, judicial, policial o de cualquier otro pelaje, o es que a alguno de Ustedes no le ha pasado el meterse en internet para saber cuál puede ser el precio de un microondas y luego verse sometido a una entrada masiva de links o conexiones no solícitas de todo tipo de ventas de esos productos, o intentar averiguar qué le puede costar una viaje turístico o un crucero, y obtener un sinfín de informaciones de viajes sin haberlas requerido, o haber recibido una foto de su automóvil en alguna calle ciudadana por aquello del penado óvolo a satisfacer al consistorio de turno, simplemente recibir el aviso de que tiene un paquete pendiente de entrega en Correos; todos estamos bajo el microscopio electrónico. Así que, por favor, no me hagan reír con el asunto de la intimidad personal; yo mismo estuve recibiendo en mi correo electrónico personal durante meses publicidad de casinos on line de Estados Unidos y les aseguro que jamás en mi vida he estado en un casino y que mi única licencia con la ludopatía es echar una «primitiva» los jueves; y es que ya llevamos un tiempo en el que no hace falta que la portera de nuestra finca vaya pregonando nuestras interioridades, ¡ay!, mi Chus Lampreave, en su personaje de portera «testiga» de jehova, que es chismosa porque no puede mentir; ahora somos nosotros los que dejamos la puerta abierta para que se metan en nuestros entresijos a través de todas esas aberturas electrónicas y mediante medios que creíamos estaban pensados para facilitarnos la vida. Nosotros mismos aireamos todo lo personal, en algunos casos con descriptiva y pormenorizada claridad, a través de tuits, telegrams, facebooks y toda esa parafernalia que tiene su hábitat natural en ese universo denominado la Red; es decir nos hemos convertido en colaboradores necesarios, a veces de forma incauta pero siempre voluntariamente inconscientes, de cualquier intromisión en nuestra esfera más intima. Lo malo es que ya estamos atrapados por ese progreso electrónico que nos domina, hasta el punto de que no son pocos los que prefieren tener carencias más vitales que salir de casa desarmados de su terminal telefónica móvil o perder un solo bite de velocidad de conexión, ¿o no es así? Pero olvidamos de forma temeraria que la red es un camino de doble dirección, nos llega información a través de ella pero también sale en la dirección contraria y lo consentimos, desde que nos prestamos a ello.

Mira que lo tendríamos fácil si no quisiéramos ser objeto o sujeto de espionaje, de vigilancia, de invasiones en nuestros asuntos, de chismorreos varios, tan solo es necesario borrarse de internet y tirar el móvil a la papelera, y volver al viejo método del teléfono fijo y de las cartas por correo, porque lo de espiar por los métodos antiguos se les hace muy cuesta arriba a los actuales «metenarices» en asuntos ajenos. En la obra teatral de Jerome Lawrence y Robert Edwin Lee Inherit the wind uno de sus personajes enuncia el siguiente texto: «Caballeros, el progreso nunca ha sido una ganga, hay que pagar por él, a veces pienso que hay un hombre detrás de la caja que nos dice, de acuerdo, pueden Ustedes tener el teléfono, pero deberán renunciar a la privacidad y al encanto de la distancia»; qué actual se me antoja esa frase escrita hace más de sesenta años, descriptiva de la evidencia de que cada avance conlleva una renuncia, una pérdida.

Y ahora vayamos al asunto de la realidad o a la existencia o no de esos espionajes; el derecho a la intimidad es un derecho fundamental como lo es también el de presunción de inocencia y lo cierto es que a estas alturas ya se acusa, se juzga y hasta se condena directamente a personas, instituciones o estamentos de haber realizado ese espionaje de cuya autoría, a fecha de hoy, no existe prueba alguna; no se sabe quiénes son todos los espiados, quiénes son los «espiadores», qué es lo que se ha espiado, a qué intenciones obedece esa observación a través del ojo de la cerradura logarítmica o si tenía o no cobertura legal, que lo legal, lo justo y lo necesario no siempre deambulan por el mismo sendero; no me complicaré con el asunto de si se han producido o no esos espionajes, de si el fisgón lleva los colores de una cuadra o de otra, tan solo llamaré la atención sobre la duda que sigue corroyéndome: ¿Quién sale más beneficiado de esta operación? ¿Quién está detrás de la filtración al público? ¿Quién detrás del revuelo? Quid Prodest.

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