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Isabel Olmos

Punto y aparte

Isabel Olmos

Dos años que son una vida

Estaba el otro día en la redacción del periódico con unos compañeros esperando a que la máquina de café ‘barato’ escupiera algo mínimamente cercano a un cortado tradicional cuando nos emocionamos al percatarnos de que apenas quedaban dos días para la obligatoriedad de usar mascarillas en los interiores. Tras dos largos años de trabajar horas y horas con una FPP2 adherida al rostro y empañándose las gafas cada dos por tres a causa del aliento ardiente que emerge por sus aperturas, empezamos a fantasear sobre la posibilidad de volver, simplemente, a respirar. Algo tan sencillo como respirar.

Hablamos del miedo, de en qué lugares nos hace sentir seguros el uso de la protección, de dónde continuaremos llevándola pese a ser de carácter voluntario y también hablamos de la relatividad del tiempo, porque no son lo mismo dos años de mi vida para mi que dos años de su vida para un niño o niña. En su caso, la pandemia ha ocupado un gran porcentaje de su existencia, con pocos años de vivencias y experiencias a sus espaldas antes de que todo se pusiera boca abajo. Estarán conmigo que niños y niñas han dado un ejemplo de solidaridad, respeto, empatía y educación como nadie, mucho más que los adultos, siempre quejándonos, buscando rendijas para burlar las normas y en el peor de los casos, como ha pasado en Madrid, intentando hacer negocio (y haciéndolo) con las mascarillas cuando cientos de personas estaban perdiendo la vida.

En ocasiones me pregunto qué pensarán los más pequeños de nosotros; qué pensarán cuando vean en la televisión que adultos elegidos para supuestamente mejorar la vida a sus ciudadanos aprovechan una situación de emergencia y angustia de la colectividad para ayudar a enriquecerse a sus amigos mientras ellos dejan de ver a los suyos porque se tienen que quedar en casa; qué pensarán del hecho de que, por poner un ejemplo, jugadores de fútbol que cobran una millonada pudieran correr por el césped de un estadio de primera división sin mascarilla mientras ellos, haciendo lo mismo en el patio del colegio, tenían que asfixiarse con ella puesta si querían correr y divertirse con sus amigos. También me pregunto qué pensaran de los mayores, así en general, cuando ven atrocidades como las de Ucrania y temo que alguna vez alguno se gire y con mirada inocente me pregunte a bocajarro: «¿Por qué los adultos hacéis estas cosas?».

Hay cosas que son difíciles de explicar, la verdad. Porque claro, no les vas a responder: «porque somos lo peor, cariño, como especie somos lo peor» porque también existe la música, la ciencia, el arte, la astronomía o la filosofía, por decir algo. Porque millones de personas se dedican cada día a ayudar a los demás con sus oficios, a ayudar a los animales y al planeta, mientras otros los masacran; porque mientras unos hacían negocio con las mascarillas, otros -casi siempre mujeres- cosían en sus casas con cuatro retales de tela para ayudar en lo que fuera; porque mientras unos únicamente piensan en generar violencia política, mediática o económica, otros abren silenciosos las puertas de sus casas a la gente que viene de Ucrania o cualquier otro lugar sin nada más que lo puesto.

El pasado miércoles, cuando nos quitamos la mascarilla tras dos años, mi primer pensamiento fue para ellos, los niños y niñas y la gente honesta.

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