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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza

Pilar Ruiz Costa

El cielo puede esperar

El cielo puede esperar era un programa de Movistar donde se simulaba el fallecimiento de algún personaje célebre y su consiguiente sepelio al que acudían conocidos que el ficticio difunto veía desde una sala aparte. Fuera de la ficción, nadie o casi nadie tuvo hasta ahora la posibilidad de ser testigo de las lágrimas de cocodrilo y escuchar los testimonios que acreditan lo buena persona que eras —ahora que te has muerto—, salvo quizá, Pablo Casado.

Pienso mucho últimamente en Pablo Casado. Lo imagino paseando de arriba abajo por el salón de casa con el televisor de plasma encendido y con la misma postura en las manos de Montgomery Burns en los Simpons, exclamando un ‘¡Excelente!’ a cada nuevo escandalazo que protagoniza el partido que hasta ayer presidía. Como si hubiera pasado una vida desde que pronunciara aquel: «Más allá de que sea ilegal, que es algo que tendrá que decir un juez, la cuestión es si es entendible que, cuando morían en España 700 personas, se puede contratar con tu hermana y recibir 300.000 euros de beneficio por vender mascarillas». «¿300.000? —gritará al televisor— ¡Resultaron calderilla al lado de los seis millones en comisiones que se ventilaron Luis Medina y Alberto Luceño a la salud —nunca mejor dicho— de todos los madrileños!».

Lo imagino riendo, no en plan Maléfica, sino con esa risa catártica con la que se queda uno muy a gusto, cuando Almeida —el primero en abandonar el barco cuando tocaba tomar parte—, argumenta ahora que qué va a saber de su primo. Y cuando insisten y se excusa que si acaso hay alguna víctima, es el Ayuntamiento de Madrid. Lo mismito que se lamenta Medina que la única víctima aquí es él de su socio Luceño, que quedaron en que la comisión iba a pachas, y ya ves…

Se estará tomando un chupito Casado cada vez que ve a Nuñez Feijóo en una nueva comparecencia. Recién sentado en el que fuera su despacho y ya teniendo que responder que la nueva condena tal o cual no le preocupa en absoluto. Porque, no ve usted que se trata de otro caso aislado. Porque cualquier asunto del que usted me habla es cosa del pasado. Esto, mire —señalando a algún disco duro por desembalar—, es un nuevo PP que no se parece pero en nada a ninguno de los anteriores. «¡Esa frase es mía, que la dije yo primero!» —gritará de nuevo Casado mientras su mujer le dice de fondo que se calle, que va a despertar a los niños—.

Respirará de alivio Casado por no tener que ser él el de defender el pacto indefendible en Castilla y León y andar pensando cómo explica que un candidato de extrema derecha sentado por obra y gracia del Partido Popular en el Gobierno de una autonomía española anuncie que su intención es derogar el título octavo de la Constitución ¡acabar con las autonomías!

Estará Casado comentando cada nueva jugada en el grupo de whatsapp que tiene con Teodoro García Egea y Pablo Montesinos —amigos de los de verdad— y quedarán los tres para jugar al Gran Theft Auto, con crocs y camisas hawaianas mientras hablan de viejos tiempos y se apuestan una cerveza a quién será el próximo al que veremos imputado.

Y seguirá, por supuesto que seguirá pronunciando «traidor, felón, desleal, incompetente, incapaz, ridículo, indigno, rehén, catástrofe, mediocre, okupa, deslegitimizado, ilegítimo, mentiroso compulsivo, ególatra, chovinista del poder, escarnio a la historia democrática, el mayor traidor de la legalidad, golpista, responsable, partícipe y cómplice de un golpe de Estado, presidente de ínfimo nivel…» ¡Por supuesto! Solo que ahora lo hará refiriéndose a algunos de sus, hasta ayer, incondicionales de partido.

Mirará ahora Pablo Casado al telediario como quien mira una novela que esta temporada protagonizan otros.

Vivirá ahora Casado la Semana Santa sintiendo como nunca el significado de la pasión, la muerte y la resurrección. El vía crucis, el calvario, la última cena repleta de judas y barrabases. Conoce ahora Casado en sus propias carnes que los mismos que lo alzaron como el elegido, aserraban por detrás los maderos con los que iba a ser crucificado. Sus propios ojos los vieron enfundando los puñales aún manchados para aplaudirle en el hemiciclo y limpiarse la espuma de los labios para asestarle un último beso. «No he hecho nada malo» les repetía Pablo Casado, pero aunque estaban… ya no había nadie escuchando entre el ruido de martillos, los mismos que lo clavaron y ahora cubrían el cartel de ‘Valor seguro’ con uno de ‘Lo haremos bien’.

Pero imagino ahora a Pablo Casado con el gesto ya relajado. Con el rictus recompuesto, las cejas volviendo al sitio y el pelo creciéndole a borbotones. Regando el césped. Montando él mismo una estantería. Yendo a buscar a los niños al colegio. Pensando si sacarse —esta vez en serio— un máster y riendo, ¡sinceramente riendo! Igualito a como antes que él reían al verlo Soraya Sáenz de Santamaría o M punto Rajoy. Pensando todos, parias pero serenos: «De la que me he librado. Si esto era el paraíso… el cielo puede esperar».

@otropostdata

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