En mayo del año 2004 se produjo una ampliación de la Unión Europea con los países del este tras la caída del muro de Berlín, mediante la incorporación de diez nuevos estados (República Checa, Estonia, Letonia, Lituania, Hungría, Polonia, Eslovenia y Eslovaquia, además de Chipre y Malta), de forma que la Unión pasó a estar integrada por veinticinco miembros. Se trataba de la primera incorporación de países de la antigua órbita soviética y constituía, sin duda, un reto para las instituciones europeas, pues éstas debían integrar un número importante de países cuyas culturas, sociedades y sistemas eran muy diferentes a los de Europa occidental. Era de suponer que la cuestión originaría tensiones y dificultades de cohesión.

Más o menos por esas fechas, en el curso de un desayuno de trabajo tuve ocasión de hablar con el presidente de una de las instituciones europeas -que, a la sazón, era español- y le pregunté cuáles eran los principales problemas que, en su opinión, deberían afrontarse en dicha institución con motivo de la ampliación, pensando yo en que su respuesta se referiría a las dificultades de integración de unos sistemas tan diferentes o a las disparidades de índole normativa y ejecutiva que deberían afrontarse.

Pues bien, a mi pregunta el interpelado contestó, en serio y sin ningún asomo de ironía, haciendo referencia únicamente a los problemas que estaba teniendo a la hora de distribuir los despachos entre los nuevos miembros, así como las pugnas por los vehículos oficiales y personal que debía asignárseles. O sea, que lo único que preocupaba era la intendencia y la pura logística, pero no le causaba ninguna prevención la problemática que pudiera plantear el hecho de integrar diez estados muy distintos, de golpe, en la UE (compuesta hasta entonces por quince países), ni las consecuencias que ello pudiera conllevar en el modo de trabajar las instituciones europeas.

Ello me llevó a reflexionar -ya en 2004- acerca de qué tipo de organización estábamos construyendo y si respondía a las necesidades de los ciudadanos de los países de la Unión. Y la reflexión no podía ser más negativa: esta gente, pensé, no está preocupada más que por su propio ombligo y vive de espaldas a la realidad.

El tiempo y los acontecimientos se han encargado de irme confirmando esa apreciación, ya que, pese a la necesidad objetiva de la existencia de una organización como la UE, lo cierto es que sus responsables han hecho más bien poco para que los ciudadanos de a pie se sientan representados por sus instituciones y noten que la pertenencia a ese club implica beneficios para todos. La falta de eficacia y la poca consistencia de las respuestas que han ido dando las instituciones de la UE a los problemas surgidos desde entonces son suficientemente conocidas.

Parece que ahora, con motivo de la invasión rusa de Ucrania, la cosa va cambiando y los dirigentes europeos han apostado por una mayor integración y por una respuesta más rápida a la situación, pero no sabemos si ello será suficiente para dotar a la UE de su verdadero carácter como interlocutor internacional que pueda ser tomado en serio o si todo seguirá como hasta ahora, en que el papel de Europa en el mundo cada vez se ha ido reduciendo en todos los aspectos (político, económico, militar). Estamos, no obstante, ante una encrucijada, después de la cual, seguro que la cosa será diferente -ya sea para bien, o, esperemos que no, para mal.

En palabras del profesor Joseph H. H. Weiler, «quizá la consecuencia más importante del asalto asesino de Putin haya sido no solo un sentimiento transeuropeo de identidad y solidaridad (las protestas de Madrid a Berlín y otros lugares no eran de españoles, o de franceses o alemanes o polacos, sino de europeos) sino un redescubrimiento por parte de Europa y de los europeos de nuestros valores fundamentales, la profunda razón de ser por la que se creó la Unión» (El País, 16/3/22).