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Antonio Papell

Contra el kabileñismo ibérico

El Imperio Romano, muñidor de la Cultura con mayúscula que nos precede y de la que descendemos, consiguió su esplendor gracias al liderazgo centralista de Roma, que expandió y mantuvo su ascendiente sobre todo el orbe conocido en la época. Desde el siglo XV, con la unión de los reinos, España se ha acrisolado como un país complejo, una auténtica nación de naciones, en que el engrudo global ha ido ganando fortaleza sobre los pegamentos que han formado las identidades diferenciales, periféricas, sin eclipsarlas. La Primera República fracasó sin embargo por la endeblez de aquel incipiente federalismo, que degeneró en cantonalismo. El Nuevo Régimen surgido con la Revolución del 68 no llegó sin embargo a cuajar hasta que, con la Segunda República, cristalizó una idea potente del Estado, al que se le encargaron determinados equilibrios innovadores. El franquismo fue un centralismo autoritario que soldó ciertos elementos pero introdujo cuñas muy lesivas entre territorios, y el desenlace de nuestro proceso histórico fue la Constitución de 1978, la más duradera de todas, que goza de buena salud, y que ha sabido combinar un Estado fuerte con la autonomía de las regiones y nacionalidades, en un todo relativamente armónico, federfalizante y sensiblemente funcional.

Las dos grandes crisis del Siglo XXI, la económico financiera de 2088-2014 y la sanitaria de 2020, han desacreditado a los grandes partidos tradicionales que se turnaban al frente del Estado. Pero junto a formaciones nuevas -Podemos, Ciudadanos, Vox- han surgido también partidos provinciales. Junto a Teruel existe, que ya tiene representación estatal, en las elecciones de Castilla y León han conseguido siete escaños tres formaciones de esta clase, por Ávila, León y Soria. Y el proceso no ha acabado: en Andalucía, en concreto, ya están en marcha experimentos semejantes en Jaén y en Huelva… 

Cabe afirmar, con reservas, que el surgimiento de estos movimientos provinciales es un acicate, un recordatorio, una denuncia de la pasividad con que los partidos estatales han afrontado los problemas de pequeña escala, pero la reducción al absurdo de la solución demuestra que no es la mejor de las posibles: si todo el mundo optara por vincular su participación política a lo local, la comunidad autónoma, el Estado y la comunidad supranacional europea quedarían desabastecidos y el ser humano sería una pobre criatura ínfima ligada a su enclavamiento físico y a sus circunstancias específicas. La política nacional no puede ser localista, y el hecho de que Soria tenga problemas concretos o haya padecido una desatención injusta y prolongada no justifica que sus ciudadanos hayan de desentenderse del proyecto general de país.

Conviene señalar, en fin, que el localismo degrada la visión superior que ha de inspirar las políticas democráticas. En el bien entendido de que la responsabilidad no es de quienes promueven la fractura sino de quienes la auspician y provocan. La insurrección federalista que en el marco de la I República Española (1873-1874) acaeció en la provincia de Murcia con el objetivo de constituirla en un cantón federal -el llamado cantón de Cartagena- cuyo propósito era instaurar en España «desde abajo» la República Federal sin esperar a que las Cortes Constituyentes elegidas en mayo de 1873 elaboraran y aprobaran la nueva Constitución, y que resistió el asedio de las fuerzas del gobierno hasta enero de 1874, fue sobre todo culpa de los visionarios que pretendieron sustituir el anacronismo monárquico con lucubraciones utópicas e inviables que acabarían alumbrando la Revolución de 1868.

En definitiva, la disgregación provincial de la representación política es un atraso que atenta contra las invocaciones integradoras de los grandes nombres de la generación del 98, que lanzaron estímulos para que España superara sus viejos traumas, saliera de la decadencia y entrara en la modernidad. Pío Baroja denunció acerbamente el «kabileñismo ibérico» y Unamuno incitaba a Castilla a castellanizar España; a Galicia, a galleguizarla,;a Andalucía, a andalucizarla; a Cataluña, a catalanizarla; y a Vasconia, a vasconizarla. Pero todos dentro de la Patria grande, no del «localismo suicida y de relincho», porque «somos los vascos, por vascos, dos veces españoles, y en español está todo lo que hemos hecho de duradero» y «nuestra independencia estriba en tratar de ser la cabeza, y más que la cabeza, el corazón dirigente de la España máxima del mañana».

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