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Matías Vallés

Rivera, la ideología del adoquín

Le ha costado, pero por fin ha conseguido una mayoría absoluta transversal. Más de la mitad de los españoles desprecian a Albert Rivera, y se regocijan de sus tribulaciones en el aparatoso bufete que lo acusa de vago. Este desdén de consenso no tiene nada que ver con el rechazo enojado a los villanos de turno. La muchedumbre se desternilla al escarnecer al fundador de Ciudadanos, no se lo toman en serio. Los recuentos electorales confirman que nunca cometieron ese error, los votantes detectaron muy pronto las grietas de la ideología del adoquín.

Los sajones han acuñado la expresión de «la persona a la que nos encanta odiar», que se traduce actualmente al castellano por Rivera. La carcajada colectiva es un desquite retrospectivo. Se extiende más allá de ver al San Sebastián que posó desnudo asaeteado por la flexibilidad laboral que pregonaba para los demás. La misma tortura que el Fondo Monetario Internacional agradece ahora que hayan infligido a los trabajadores auténticos Yolanda Díaz, Pedro Sánchez y la comparsa sindical.

Para predicar el liberalismo, algo ayuda ser liberal. Sin embargo, los partidos europeos que sirven de colchón entre la izquierda y derecha tradicionales prefieren improvisar a jóvenes seráficos con aspecto de novio ideal, apuestos y recién duchados. Ahí está el británico Nick Clegg, que llegó a episódico vicepresidente del Gobierno de David Cameron. Puede repararse ahora mismo en Christian Lindner, responsable de las finanzas de la coalición alemana de Olaf Scholz.

Rivera encaja en la tradición de los liberales aseados, pero nunca franqueó los umbrales del Gobierno. La ortodoxia asegura que no fue ministro por falta de votos, pero el bufete que lo fichó y lo despidió con estrépito introduciría el factor de una pereza esencial del político. A cada elección, el fundador de Ciudadanos se apresuraba a anunciar su devoción y la entrega de su apoyo al PP, una semana antes de celebrarse las elecciones. El entreguismo se atribuía a que ejecutaba su cometido de marca naranja de los populares, pero cuesta descartar hoy la hipótesis de que la desgana solo pretendía aligerar su carga laboral.

Rivera era la liebre encargada de despistar a Sánchez con el señuelo de una mayoría ilusoria, que tranquilizara a las fuerzas vivas. La secuencia se repitió tan a menudo, que quedó claro que el actual presidente no había leído las decenas de tiras cómicas en que Lucy le promete a Charlie Brown que esta vez no le retirará el balón de rugby, en el preciso instante en que se dispone a patearlo.

Muy pocos líderes españoles pueden presumir de haber destruido en menos de medio año un poderoso grupo parlamentario de 57 diputados, para jibarizarlo a solo diez. Sin embargo, un político ensimismado como Rivera no vivió su momento trágico en noviembre de 2019, pese a que dimitiera a continuación. Su mayor humillación, en cuanto derrota a domicilio, fueron los resultados luego desaprovechados por Inés Arrimadas en las elecciones catalanas.

Presumir que un político va a ponerse a trabajar, mediante el truco de contratarlo en un gran despacho esclavista, implica depositar un exceso de confianza en la empresa privada. No sabemos qué tal hubiera lucido Rivera el cargo de vicepresidente bisagra del Gobierno que tenía asignado, pero queda clara la intensidad del trabajo que hubiera desarrollado en dicho puesto cenital. En el bufete hace menos daño.

La picota de Rivera coincide con la bancarrota de Ciudadanos en Castilla y León, una réplica del seísmo estatal de tres años atrás. El creador del «Podemos de derechas» siempre gustó más de lo que la audiencia estaba dispuesta a reconocer, por eso lo odian más de lo que merece. Las acusaciones de su bufete demuestran que el adoquín era autobiográfico.

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