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Juan José Millas

TIERRA DE NADIE

Juan José Millás

Papá

La cabeza es una máquina de recordar y de planificar. No hay minuto durante el que no recuerdes algo: que no quedan yogures en la nevera, por ejemplo. «Cuando salga a por el periódico, compro media docena en el chino», le digo a mi mujer. En este caso, la planificación ha sido el resultado del recuerdo. Pero la mayoría de las veces recuerdas por un lado y planificas por otro. Una canción escuchada en la radio, mientras preparas el desayuno, te recuerda la muerte de tu padre porque sonaba también cuando te dieron la noticia. Me acaba de ocurrir a mí. Mi padre murió en la ambulancia que lo trasladaba de la residencia en la que vivía al hospital. Llegó difunto, pues, y no pudieron hacer por él otra cosa que guardarlo en un armario refrigerado a la espera de que al día siguiente le hicieran la autopsia, que es lo que procede cuando el óbito se da en tales circunstancias.

Eran las doce de la noche cuando llegué al hospital, donde ya estaban mis hermanos. Hablé con un celador para que nos permitiera ver el cuerpo, pero dijo que no podía ser. Había unas normas, unos protocolos, había algo, no sé, que impedía visitar el cadáver hasta el día siguiente. Mis hermanos se fueron y nos quedamos solos mi hermana mayor y yo, que nos dirigimos de nuevo al celador con expresión de lástima:

-Es nuestro padre -insistimos.

El hombre miró a un lado y a otro y como no había testigos incómodos hizo un gesto de solidaridad y pidió que lo acompañáramos. Bajamos tras él por unas escaleras que conducían a un sótano refrigerado en el que las paredes estaban compuestas por cajones de acero. El hombre tiró de uno de ellos y allí estaba nuestro padre muerto, con cara de frío, un poco pálido, pero sin haber perdido su expresión. Mi hermana se agachó y le dio un beso en la frente. Yo no. Yo dije para mis adentros «papá» y luego le di las gracias al funcionario, que cerró el cajón. Oí cómo se deslizaba con un siseo de carácter neumático, semejante al de los cajones de los archivadores modernos.

Mientras recuerdo el suceso con perplejidad, suena el teléfono. Un amigo me llama para recordarme que hemos quedado a comer y me propone un restaurante. Le digo que vale y planifico la hora de salida. Por cierto, que mi hermana murió unos años después.

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