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Matías Vallés

Tú no eres Rafael Nadal

Si quieres igualar al monstruo, olvídate de monsergas como la fuerza de voluntad o la capacidad de sacrificio, y agarra una raqueta

La enésima gesta asombrosa de Rafael Nadal, en esta ocasión en Melbourne, no asombra porque haya ocurrido, sino porque es imposible que haya ocurrido. A su autor le adorna la gallardía de reconocer su perplejidad ante el prodigio que protagonizó. A continuación se abren las compuertas a los escoliastas, de modo que usted se encuentra con doscientos artículos pendientes de lectura sobre el campeón. Si desea simplificar la ímproba tarea, elimine los textos que incluyan la palabra «épico», y el voluminoso legajo quedará reducido a un manojo de folios. No es recomendable que suprima asimismo los textos con la palabra «ético», a menudo confundida con la anterior por los expertos tenísticos, salvo que quiera quedarse sin material de lectura.

En tiempos más respetuosos con el lector, los rapsodas se limitarían a cantar las hazañas del héroe Aquiles Nadal, dejando patente su distancia sideral del lector. Por desgracia, en estos tiempos de vulgarización de los mitos no solo se exige la admiración, sino sobre todo la emulación. Tú también puedes convertirte en un campeón de fin de semana. La contemplación de las cinco horas y media del combate de Melbourne, o de un extracto de cinco minutos si andas muy atareado, te permitirá igualar a tu ídolo. O, quién sabe, tal vez superarle.

Llegados a este punto crucial, es inevitable una cita histórica para dorar la amarga píldora. Corría 1988 cuando el veterano y pulido Lloyd Bentsen combatía dialécticamente con el inexperto y pazguato Dan Quayle, en pos de la vicepresidencia de Estados Unidos. El segundo se refugió altivo en que «yo tengo tanta experiencia en el Congreso como John Kennedy cuando aspiró a la presidencia». La réplica de su rival Demócrata se alza imprescindible cada vez que se desea recordarle a alguien sus limitaciones:

-Senador, yo trabajé a las órdenes de John Kennedy. Yo conocí a John Kennedy. John Kennedy era mi amigo. Senador, usted no es John Kennedy.

La ovación que siguió en el debate televisado a esta destrucción de un personaje de pacotilla ha de resonar en los oídos del siempre hipotético lector, si ha incurrido en el error de tomar como modelo al ganador de 21 Grand Slam. Tú no eres Rafael Nadal, por mucho que te insistan en que debes imitarle. Y cuanto antes metabolices esta evidencia, tanto mejor para tu equilibrio psicológico. Si crees que puedes igualar al monstruo, olvídate de las monsergas sobre la fuerza de voluntad o la capacidad de sacrificio que te predican los analistas fumadores con sobrepeso, y agarra una raqueta. Al contemplar en el espejo tu estampa ridícula en esta tesitura, te inundará una oleada de realismo. Y quedarás a salvo del mayor peligro que acecha a los ingenuos que aspiraron a saltar por encima de su sombra, el ridículo.

Quienes se enredan en la tolerancia al sufrimiento de Nadal o en su resistencia a darse por vencido, se asemejan a los periodistas de los años sesenta elogiando por pundonorosos, voluntariosos o industriosos a futbolistas que soltaban más coces que patadas. Pese a la simbología que comercializa, Nadal se halla en las antípodas del toro bravo que funciona por interjecciones. Es un Mozart talludito, un virtuoso del instrumento llamado raqueta, sin esa herramienta te quedarás en una caricatura. Careces del genio, ni en tu cabeza serías capaz de trazar los golpes del campeón. No frunzas el entrecejo, se llaman golpes, mazazos o latigazos, ¿cómo se las apañan tus gurús de mindfulness para camuflar esta exaltación de la violencia?

Sin olvidarse de la soledad del campeón de fondo, y aquí encaja la cita culta del segundo set. En otro de sus soberbios artículos, Jorge Valdano evocaba un partido del Barça contemplado junto a aficionados culés. Tras un gol de Luuk de Jong, uno de los analistas de barra sentencia que «Este lo marco hasta yo». Y el campeón del mundo le recordaba por escrito al intrépido que, para empezar, se echaría a temblar como un azogado nada más saltar al estadio repleto desde el túnel de vestuarios. El docto argentino empleaba una expresión más escatológica, pero se entiende. Nadal sale a la pista solo, desvalido, convaleciente de la covid, con aroma a escayola, anciano en lo suyo, ante más de quince mil personas. Tú no eres Rafael Nadal porque no sabrías sobreponerte a este impacto. Si me desafías asegurando que no te impresionan las multitudes, añádete la raqueta de antes. Y empieza a golpear con saña. Buena suerte.

Ya solo falta embocar el error de traducción. La dialéctica deportiva reposa en el elemental «tú has de perder para que yo gane», que conduce a la aniquilación a veces solo moral del adversario, pero que no se compadece bien con la sabiduría de manual de autoayuda que esgrimen los amigos de emular a los dioses del deporte. Puede concederse que los partidarios de la destrucción del contrario para sobrevivir en la cima se parecen a los carnívoros que comen a otros animales para alimentarse, además de superar a quienes en la vida real están dispuestos a perder con tal de que el otro no gane. Ahora bien, no hay victoria sin una opción por el exterminio, que se abstrae temporalmente de la humanidad del rival. Y para acabar, tú no eres Rafael Nadal ni lo será tu hijo, así que mejor no insistas. No vaya a ser que a fuerza de porfiar para tener a un campeón en la familia, te encuentres con un Novak Djokovic en casa.

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