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Antonio Papell

España en guerra

La gran lección que cabe extraer de los sucesos de Ucrania es que la Unión Europea no puede eludir por más tiempo la elaboración e implementación de una política estratégica y de Defensa, que, aunque vinculada a la OTAN en cuanto pueda haber de coincidente con ella, no dependa absolutamente de los Estados Unidos. En la hora actual, con el débil Biden en la presidencia norteamericana, es inquietante que Europa vaya en Ucrania a la zaga de lo que se decida en Washington y de las negociaciones que los norteamericanos mantengan con Moscú; pero si en la Casa Blanca siguiera habitando Trump —quien, por cierto, podría volver pronto a ella—, la situación de la UE sería sencillamente desesperada.

En este asunto, hay dos debates diferentes. Uno primero, de gran altura y en el que no entran más que tangencialmente estas líneas, versa sobre qué debe hacer Occidente si Rusia, que no respeta la plena soberanía de Ucrania y que ya se ha adueñado por la fuerza de Crimea, emprende una acción militar e invade Crimea.

El otro debate es el que se ha abierto en nuestro país sobre la posición de España en el conflicto. Como es bien conocido, el 16 de enero la ministra de Defensa, Margarita Robles, anunciaba el despliegue militar, naval y aéreo, de España en los escenarios del conflicto, formando parte de fuerzas de la OTAN que adoptan un papel simétrico al que desempeñan las tropas rusas que, en gran cantidad, se han desplegado en torno a Ucrania.

Inmediatamente sin embargo, las formaciones situadas a la izquierda del PSOE, incluida Unidas Podemos, que forma parte de la coalición de gobierno, han protestado airadamente por tal reacción, al grito de «No a la guerra», una invocación que proclamó toda la izquierda en 2003, cuando José María Aznar decidió sumarse a los designios norteamericanos de George W. Bush y a los británicos de Tony Blair en la guerra agresiva contra Irak para derrocar a Sadam Hussein, con el dudoso argumento, que después se demostró completamente falso, de que aquel régimen disponía de grandes arsenales de armas de destrucción masiva.

Aznar tomó aquella iniciativa a personalmente, sin que la OTAN hubiera decidido una iniciativa semejante, y lo hizo al margen de las posiciones de la Unión Europea cuyos principales países —Alemania, Francia— no acompañaron a España. La de Aznar fue una decisión belicista de complicidad con una injustificada intervención norteamericana que ni siquiera contó con el aval de ONU y que, como primera medida de su mandato, Rodríguez Zapatero abortó en 2004, forzando el retorno urgente de nuestros efectivos.

Aquel «No a la guerra», que lógicamente compartieron también los socialistas del PSOE, estaba completamente justificado y defendía no sólo la legalidad española y comunitaria sino también las tradiciones españolas y las lealtades antiguas en materia de política exterior. Washington actuaba en aquel caso sin la suficiente legitimidad, sin verdaderos argumentos y con una desenvoltura que recordaba los peores tiempos del imperialismo yankee en sus patios traseros latinoamericanos. Pero en la actualidad, las cosas son muy distintas: la guerra fría ha terminado y Rusia, que pretende ser, sin conseguirlo, una república parlamentaria respetable, está por completo corrompida y en manos de autócrata que trata de subyugar cercanas ‘zonas de influencia’ en territorios soberanos como si fueran suyos. La UE, en cuyos límites se produce el conflicto, no puede tolerar que Moscú prohíba a Bruselas la aproximación a Ucrania o incluso su inclusión en la OTAN.

Se puede y se debe debatir con Moscú un conjunto de medidas de convivencia y distensión, como el alejamiento creciente de arsenales militares de las fronteras comunes, la cooperación en dichas áreas, la desmilitarización de enclaves estratégicos, la reducción de los respectivos arsenales, etc… Pero no se puede exigir lo que conviene a una de las partes con los tanques desplegados y los cañones dispuestos. En este caso, esgrimir un ingenuo y utópico «no a la guerra» para justificar la pasividad sería una claudicación intolerable, un desprecio insoportable al derecho internacional, una rendición de nuestros principios a la belicosidad de Moscú y una renuncia a la idea de la moderna Europa que tramamos entre todos.

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