Diario de Mallorca

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Como no estoy al tanto de los detalles de funcionamiento de los tribunales tampoco puedo evaluar la celeridad de la puesta en marcha de la nueva ley sobre el régimen jurídico de los animales. Pero entró en vigor el pasado 5 de enero y el que, sólo ocho días después, uno de los juzgados de lo civil de Oviedo la aplique, me parece que tiene que suponer todo un récord.

El contexto en el que se inserta la sentencia de Oviedo es el de una demanda entre el dueño del perro Tuco, mezcla de pastor belga y pitbull, y la cuidadora en cuyas manos lo dejó para irse por un tiempo a Méjico. La cuestión de quién tiene derecho a quedarse con Tuco está todavía en proceso de juicio pero el tribunal al que me refiero ha determinado que, mientras no haya sentencia firme, el perro debe estar con su cuidadora actual. Y lo que más me interesa resaltar es el motivo con el que justifica esa decisión: se toma la medida que beneficia más al bienestar del animal evitándole sufrimientos innecesarios. El artículo 333bis de la ley que acaba de estrenarse sostiene que los animales son seres vivos dotados de sensibilidad, de manera que, en palabras del tribunal que quiere amparar a Tuco, todas las decisiones que afecten a un animal deben asegurar su bienestar conforme a las características de cada especie.

No tengo ni idea acerca de los conocimientos filosóficos de quienes redactaron la nueva ley pero, de hecho, su contenido se instala en las antípodas de lo que nos legó Descartes al considerar que había una barrera insalvable entre el ser humano, dotado de mente que, por aquello de evitar conflictos con el funcionamiento de las leyes de la mecánica, situaba Descartes en una especie de universo separado del mundo de los cuerpos. La condición dual de los humanos contrastaba para el filósofo francés con la forma de ser de los animales que, a todos los efectos, eran considerados tan vacíos de mente —o de alma, si se prefiere— como las máquinas.

Para mí que Descartes no tuvo nunca un perro en casa, y tampoco un gato. Mirarles a los ojos basta para entender que tienen una mente muy activa, una sensibilidad indudable y una capacidad de sufrimiento que no se encuentra ni en una bomba de riego ni en una nevera. El mero hecho de que los perros sueñen —raro será el dueño que no les haya visto hacerlo— deja claro que piensan. Así que me apresuro a aplaudir tanto a los redactores de la ley como a los jueces que se dan prisa en aplicarla. Aunque querría añadir una razón más para justificar el trato digno a los animales que tiene poco (o a lo mejor mucho) que ver con la teoría de los derechos o con la consideración de las granjas para ganado que se destina al consumo humano. Tratando bien a los animales lo que en realidad estamos haciendo es tratarnos bien a nosotros mismos. Nos concedemos así la capacidad necesaria para entender y querer al mundo que nos rodea.

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