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Antonio Papell

Fraga Iribarne, diez años después

Manuel Fraga Iribarne. Manuel Fraga

Acaba de cumplirse una década del fallecimiento de Manuel Fraga Iribarne, y en noviembre se cumplirá el centenario de su nacimiento en Villalba, Lugo, localidad de la que su padre fue alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera. Y como en este país nos inquietan siempre los viejos demonios familiares de que hablaba Franco, probablemente porque nos avergonzamos de una parte importante de nuestra historia, no está de más repasar algunos hitos antiguos que pueden explicar en buena parte carencias y logros del presente.

Fraga fue un personaje de valor intelectual indiscutible, opositor profesional de memoria prodigiosa, Catedrático de Derecho Político y de Teoría del Estado y Derecho Constitucional, Letrado de las Cortes, diplomático de carrera, que perteneció a la familia falangista del régimen franquista, ocupó diversos cargos en su juventud y fue nombrado ministro de Información y Turismo en la crisis de 1962, perdurando en el cargo hasta 1969. Su filiación política no fue vehemente; se significó para mantenerse integrado en el sistema y medrar en él, algo que en efecto logró.

De saberes enciclopédicos, fue un publicista impenitente, y aunque participó de buen grado en las andanzas de la dictadura —estuvo en consejos de ministros que sancionaron penas de muerte y asistió sin inmutarse a la represión de la dictadura— realizó un esfuerzo significativo por la apertura del régimen en la medida en que aquello que era posible (es obvio que no había mucho espacio para llenar de claridad una autocracia militar vitalicia). Pero la ley de Prensa de Fraga de 1966, que eliminó la censura previa y el intervencionismo oficial en los periódicos y flexibilizó el sistema mediático (aun conservando duras sanciones a los infractores) facilitó, y así hay que reconocerlo, los debates sobre el día después, sobre el desenlace del régimen cuando se cumplieran las «previsiones sucesorias» (eufemismo que se utilizaba para expresar la muerte del dictador, que fue en la cama como todo el mundo sabe).

Tras su etapa ministerial, Fraga se erigió unilateralmente en conductor de la derecha autoritaria hacia la democracia. Aunque en su juventud defendió la representación ‘orgánica’ y otras lindezas del franquismo, en aquellos años —desde 1969 hasta la muerte de Franco, en los que fue embajador en Londres desde 1973, con el socialista Fernando Morán de Cónsul—, era ya un convencido de la necesidad de que nuestro país se homologara con los europeos, y él se creyó llamado, primero, a pilotar el proceso y, después, cuando vio que el Rey se inclinaba hacia Adolfo Suárez, a encabezar la derecha democrática y arrastrar hacia ella al sector más liberal del franquismo, de forma que se pudiese formar un partido semejante a los conservadores europeos. A tal fin, fundó GODSA —un club político porque todavía estaban proscritos los partidos— que derivó en Reforma Democrática, una «asociación» de las que auspició Arias Navarro, y que sería el germen de Alianza Popular. En una primera etapa, pareció que Fraga despegaría como líder de la derecha democrática junto a Pío Cabanillas —quien había sido su subsecretario en Información y Turismo y había tenido que dimitir de un gobierno posterior por liberal en exceso— y a José María de Areilza, un aristócrata ilustrado que había sabido evolucionar desde sus tiempos de fervorosa militancia franquista (fue el primer alcalde del Bilbao ‘liberado’ durante la guerra civil) que conciliaba con la adhesión a don Juan, y, tras ejercer de embajador muchos años, era considerado un sincero aperturista. Sin embargo, Fraga optó por ponerse al frente de una alianza de franquistas paleolíticos que formaban parte del llamado ‘bunker’ (por la inamovilidad y la resistencia al cambio), que recibió el irónico sobrenombre de «los siete magníficos»: Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó, Cruz Martínez Esteruelas, Federico Silva Muñoz, Licinio de la Fuente, Gregorio López Bravo y Enrique Thomas de Carranza. Con aquella galería de momias, la posibilidad de construir una derecha moderna quedó abortada, y así se vio en las elecciones generales celebradas al amparo de la Ley para la Reforma Política para formar unas Cortes constituyentes: Alianza Popular obtuvo el 8,12% de los votos y 16 escaños, en tanto la UCD logró 165 escaños y el 34,44% de los votos y el PSOE el 29,32% y 118 escaños.

En 1975, Fraga fue durante unos meses vicepresidente político del primer gobierno del Rey, aún con Arias Navarro en la presidencia (aquel gobierno, que no respondía a los planes definitivos del Rey, urdidos junto a Torcuato Fernández Miranda, realizó avances objetivos en la dirección adecuada); fue además ponente constitucional y realizó sustanciosas aportaciones técnicas a la Carta Magna. Constitucionalista como se ha dicho y estudioso del sistema británico, fue su insistencia la que consagró el modelo bicameral. Pero su formación política siguió sin levantar cabeza en las primeras elecciones tras la Constitución, en 1979: al frente de Coalición Democrática, con Alfonso Ossorio y José María de Areilza, consiguió solo 10 escaños en el Congreso, menos que en la anterior consulta; Fraga dimitió de la coalición y prosiguió su camino al frente de Alianza Popular en solitario. En las elecciones de 1982, sin embargo, al mismo tiempo que el PSOE conseguía una espectacular mayoría absoluta, Alianza Popular se convertía en el primer partido de la oposición, con 107 escaños. Su oposición a González fue florentina: sus propios seguidores le criticaron la pacífica elegancia con que debatía con el presidente del Gobierno en las ‘escenas del sofá’ en que ambos políticos departían sobre la actualidad.

Fraga contribuyó sin duda a «domesticar» a la derecha neofranquista y llevarla al sendero del parlamentarismo democrático. Su habilidad y su tirón personal hizo posible que todo el mundo conservador cupiera en el hemisferio constituido por Alianza Popular, después Partido Popular. Más tarde, ya en la etapa democrática, sus méritos fueron distintos: por una parte, consiguió mantener unida a la derecha y hacer fracasar intentos de formar una extrema derecha como el de Blas Piñar con su Fuerza Nueva. Por otra parte, pese a ciertos episodios más o menos legendarios de carácter autoritario, dio ejemplo de fair play democrático: jamás salió de sus labios un insulto, por lo que sus epígonos no aprendieron de él las descalificaciones ni los exabruptos que todavía utilizan. Y por último, tuvo la inteligencia de reconocer que su pasado político franquista le impedía —a él y a su partido— sobrepasar determinado techo, por lo que decidió apartarse de la primera línea y dar paso a las generaciones siguientes. Primero depositó el liderazgo en manos del abogado del Estado Antonio Hernández Mancha -una experiencia fallida— y más tarde en José María Aznar. Y él se retiró a su Galicia natal, donde gobernó la Xunta con amplísimas mayorías entre 1990 y 2005.

Fraga mereció muchas criticas durante su ejecutoria, tan controvertible, a las órdenes de un sanguinario dictador primero y en una teórica carrera hacia la democracia convencional después. Pero hay que reconocerle también méritos y virtudes que hoy no abundan. Fue un estadista, de esos a los que «les cabe el Estado en la cabeza», aunque a veces no fuera coherente con sus convicciones intelectuales y se desorientara. Fue un patriota, dispuesto a sacrificar su posición por el bien común. Fue un hombre de una integridad incuestionable (expulsó a patadas de su despacho a un periodista, todavía en activo, que le fue a pedir dinero para pagar una hipoteca). Supo evolucionar —su relación estrecha con Santiago Carrillo lo demuestra— y, consciente de sus limitaciones, se apartó a tiempo de la primera línea para que la derecha democrática alcanzase antes al poder. Ojalá sus herederos le llegaran a la suela de los zapatos.

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