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Ánxel Vence

Crónicas galantes | Contrabando contra el virus

No solo vuelven las plagas medievales o la inflación de hace treinta años en este revival que vivimos desde la primavera de 2020. También Spielberg se ha sentido en la necesidad de hacer otra vez West Side Story; y para completar el regreso al pasado, la policía requisó el otro día una partida de 300.000 pruebas de antígenos del SARS-Cov-2 en un polígono industrial de Madrid. Como en tiempos del estraperlo.

Algo similar había pasado en los primeros meses de la pandemia, cuando las autoridades al mando incautaban alijos de mascarillas introducidos en el país por gente sin autorización y probablemente sin muchos escrúpulos. Con menos que eso, aunque el asunto no sea comparable ni de lejos, Graham Greene construyó El tercer hombre a partir del tráfico de penicilina en la Viena de posguerra.

Ahora identificado con el comercio de sustancias ilícitas, el contrabando es en realidad la consecuencia casi natural de los desequilibrios extremos entre la oferta y la demanda cuando, por la razón que sea, llega la escasez.

Ocurrió ya en tiempos de la posguerra civil, época de hambruna que en parte aliviaban los llamados estraperlistas. Se traficaba entonces con alimentos básicos, pero también con penicilina en bares de alto copete. El caso de las mascarillas y de los antígenos no homologados evoca en cierto modo aquel tiempo, si bien es probable que se trate de cuestiones de menor gravedad cualitativa.

Los contrabandistas profesionales -gente moderna- no han querido entrar, por lo que se ve, en este nuevo nicho de mercado abierto por la epidemia. Quizá porque se trate de un negocio transitorio o bien porque los productos con los que trabajan habitualmente sean de mucho mayor beneficio que las mascarillas y los test para detectar el covid. Quién sabe.

Al quedar el tráfico de estas mercancías en manos de aficionados, es posible que se hayan facilitado las tareas de investigación policial, a juzgar por las recientes intervenciones. Pero aun si no fuera así, basta dejar que pase el tiempo para que el suministro oficial se normalice y el negocio se venga abajo por sí mismo.

Son circunstancias propias de una plaga como la del covid, que algo tiene de asunto bélico y nos retrotrae, por tanto, a épocas de guerra del pasado siglo.

El lenguaje se ha militarizado hasta el punto de que los sanitarios están «en primera línea» de fuego y las autoridades insisten una y otra vez en la necesidad de «no bajar la guardia». Hubo un estado de alarma y sigue habiendo toques de queda (e incluso de «no queda» en la más imaginativa Galicia), además de un confinamiento inicial para que el pueblo mantuviese la posición frente al populoso ejército del virus.

Infelizmente, el enemigo no para de camuflarse con toda suerte de mutaciones que, casi dos años después del comienzo de las hostilidades, han vuelto a chafarle las fiestas a la gente.

Nada tiene de raro, por tanto, la aparición de contrabandistas dispuestos a traficar con cualquier arma sanitaria que escasee en medio de la batalla. Gracias a eso hemos aprendido, al menos, que la deslocalización de las industrias a China, convertida en fábrica del mundo desde hace años, deja al resto del planeta en una muy difícil situación cuando las cosas vienen mal dadas. Son gajes de la vida low cost.

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