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Pedro Coll

Infrinjamos

Doble interpretación de una imagen gracias al re-encuadre. Hong Kong, 2009.

El re-encuadre de una imagen fotográfica no siempre estuvo bien visto. En mis comienzos, en el laboratorio positivábamos las copias dejando, en los cuatro lados de la imagen, el fino borde negro que marcaba el final del negativo. Quedaba así constancia de que se había respetado el encuadre original obtenido a través del visor de la cámara. No dudé entonces de esta norma y la estuve respetando a rajatabla, convencido de que era lo correcto. Mary Ellen Mark, a quien bastantes años después conocí y con la que participé en varios proyectos editoriales, fotógrafa con dos World Press en su haber, miembro de la Agencia Magnum y enseñante de lujo en el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York, en sus clases magistrales planteaba como algo obligado evitar el re-encuadre. Así decía el punto 9 de su decálogo: ‘A la hora de editar no re-encuadres, hazlo tu disciplina’. Esta directriz tenía una justificación docente en la que ahora no voy a extenderme, pero ella lo exigía a sus alumnos sin aclaración, como única vía: ‘hazlo tu disciplina’. Otros ejemplos chocantes en cuanto a limitaciones, incomprensibles viniendo de quienes venían: hace no tanto, escuché en una charla cómo García Alix ninguneaba a la fotografía digital y, para Cartier Bresson, siempre fue sacrilegio utilizar angulares de más ángulo que el moderado 35mm… mientras su coetáneo Joseph Koudelka publicaba Gypsies, libro de referencia, utilizando angulares extremos y un blanco y negro de grano reventado.

Infrinjamos, sorteemos las normas. Salvo intención suicida, en el campo de la creación sólo el Código Penal debe marcarnos los límites.

En la Salamanca universitaria formé parte de un grupo ‘culturalmente’ inquieto y activo. Entre otras actividades retomamos la edición de la revista de la Universidad, “El Gallo”, desaparecida unos años atrás por secuestro gubernativo. A Franco aún le quedaban unos años. Recuerdo el día en que dos compañeros y yo, con los originales de aquel primer número bajo el brazo (en este momento ignorábamos que iba a ser único) acudimos a las dependencias del Gobierno Civil para pasar el control de la obligada censura. En un despachito cutre, mal sentados ante la mesa de un funcionario con bigotito, contemplábamos cómo este iba repasando todo, concienzudamente. El retrato del generalísimo y el crucifijo supervisaban la escena. De repente levantó la cabeza, nos miró y dijo: ‘Sugiero cambiar ¡Coño, don Alberto! por ¡Moño, don Alberto!’. Se refería a un pasaje de una narración corta. Contuvimos la carcajada por lo que nos estábamos jugando. Aquel ejemplar de “El Gallo” se publicó (sin el coño ni el moño), pero a los dos días fue retirado definitivamente de los quioscos por otro tema de más calado: una corta y cáustica pieza de teatro, publicada en las últimas páginas, que acababa con el atentado y asesinato de un joven rey en un aeropuerto… precisamente cuando Franco acababa de nombrar a Juan Carlos su sucesor. Incomprensiblemente se le había colado al perspicaz censor. Tal caldo de cultivo llegó a producir infinidad de geniales infractores, Berlanga, Chumy Chúmez, Forges...

Sólo por grotesca y surreal he rememorado la censura franquista (no nos conviene olvidar la historia). Pero lo sorprendente es que en un mundo como el de la creación sobrevuele cada vez más una inexplicable necesidad de guiarnos: el poder de los críticos y galeristas, de las tendencias que ellos acaban creando, del mercado ($) que ellos controlan. Toda esa estructura cuasi-industrial, vestida con filosófico discurso, mueve los hilos del escenario y acaba afectando no sólo a los creadores, también a los espectadores y consumidores, limitando el espacio creativo por el que, en los respectivos roles, paseamos y actuamos los unos y los otros. De eso al esperpento manipulador hay un paso. A un amigo, conocido como buen laboratorista fotográfico, con una seria obra fotográfica oculta durante años, y por tanto desconocida, al intentar aflorarla ante instituciones y galerías se le negó la atención por esta razón: sí, su obra era muy interesante, pero chocaba que, con su edad, careciera de recorrido artístico (currículum) y ese vacío no encajaba en ‘el sistema’. Posiblemente habría que esperar a que muriera para que el avispado ‘sistema’ descubriera aquel valioso material oculto y montara una bonita historia mediático/comercial. ¿Os suena el caso Vivian Maier? Buscadlo en Wikipedia: Vivian Maier. No hace mucho, en la presentación de un foto-libro de edición local, su autor se esforzó en resaltar las limitaciones de la ‘mera’ fotografía, así la definía, y la daba por superada. Me chocó su empecinamiento en ese intento inútil, insisto, inútil, de matar al padre. El se sentía por encima, la fotografía que él practicaba no era ‘mera’ fotografía, era ‘arte contemporáneo’, insulso y anémico, sí, pero ‘arte contemporáneo’.

Influido por la reciente comedia de Adam Mckay, Netflix, genial y afilado retrato de nuestros políticos y de nuestra sociedad, aconsejaría que dejemos de mirarnos el ombligo (o sea, a la pantalla del móvil) y miremos hacia arriba. Miremos hacia arriba. Este cometa del tamaño del Everest (totum revolutum nunca visto de pandemias, populismos y desastre climático), que se está aproximando y amenazando colisión, puede acabar no dejando en pie ni a los dinosaurios actuales.

Mientras tanto, mientras podamos, infrinjamos.

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