Diario de Mallorca

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Dan ganas de abandonarse al desánimo. Con una gran mayoría del país protegida por dos o tres dosis de las diferentes vacunas, la cepa ómicron del virus nos ha devuelto a la casilla de partida, a las navidades de hace un año con récord en las cifras de infectados y con el sistema sanitario temiéndose un nuevo colapso. Dan ganas de preguntarse, a beneficio de los negacionistas, ¿para qué las vacunas, entonces?

Pero la realidad es otra. Asusta pensar en lo que habría sido la aparición de un mutante tan infeccioso como este último (¿último?; penúltimo, digamos), que se propaga a velocidad de vértigo, si no estuviese amparada la mayoría de la población por las vacunas. Puede que no sean capaces de evitar el contagio —nunca pretendieron poder hacerlo— pero salvan de una muerte muy probable. Basta con comprobar las cifras de quienes tienen que ser ingresados en las unidades de cuidados intensivos y comparar su evolución con la que se daba hace justo un año. Hay que ser muy tozudo para dejar de lado el detalle de que son precisamente los no vacunados quienes llenan las UCI y quienes tienen peor pronóstico.

Pero es verdad que la proliferación de las vacunas termina siendo la única noticia buena porque, doce meses después, parece que no hemos aprendido gran cosa acerca de cómo manejar las oleadas de contagios. En particular, los más ignorantes de todos se muestran quienes mandan y acuden a remedios (¿) tan ridículos como el de la cumbre de presidentes de las comunidades autónomas. Que su resultado sea la decisión por parte del Gobierno —recalquemos: del Gobierno— de no hacer nada, de dejar las decisiones sanitarias en manos de las autonomías pidiéndoles, encima, que opten por soluciones comunes parece una broma. Había una forma bien sencilla de obtener una estrategia única de lucha contra la variante ómicron: que fuera impuesta desde el propio Gobierno. Pero éste parece mucho más interesado en asuntos políticos —evitar cualquier desgaste— que sanitarios —luchar contra la sexta ola.

El desánimo es, en estas circunstancias, un lujo que no nos podemos permitir los ciudadanos por una razón muy simple: porque las medidas para combatir los riesgos de la ómicron son sólo aquellas que nosotros mismos, en plan individual o en la colectividad de una familia, sepamos tomar. El Gobierno, supuestamente de izquierdas (si eso significa algo hoy), ha optado por la fórmula liberal por excelencia: laissez faire, laissez passer. En castellano más castizo, que cada cual haga de su capa un sayo. Así que olvídense ustedes de lo que les dicten sobre las mascarillas y no se las quiten más que en casa. Tiéntense las carnes antes de entrar en un espacio público cerrado, sea el que fuere, y ármense de paciencia para confinarse en su domicilio en la medida de lo posible. Que el 2022 será mejor. O no.

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