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Matías Vallés

El peor momento de la pandemia

La sexta ola sume al planeta en un monumental desconcierto, como si no hubiera aprendido nada de la experiencia de los embates anteriores

Se vive el peor momento de la pandemia. Los datos vuelven a ser homogéneos en su dramatismo, de Reino Unido a Sudáfrica o de Francia a Rusia, sin olvidar el país íntimo. Y si lo más duro se llama ómicron, está por llegar. La situación epidemiológica sorprende menos que su caótico abordaje político. La sexta ola sume al planeta en un fenomenal desconcierto, como si no hubiera aprendido nada de la experiencia de los embates anteriores

Cuesta decidir si asusta más escuchar a la médica alemana Andrea Ammon, la directora del Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades que predica que «la vacunación por sí sola no nos permitirá prevenir el impacto de ómicron», o al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, balbuceando incongruencias sobre la inflación desencadenada. Los amantes de las emociones fuertes pueden redondear el menú con la decisión del inapelable Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos, que investiga las secuelas en forma de trombos de la vacuna de Johnson&Johnson. Un poco tarde para los ya inmunizados con el preparado estadounidense.

La desconfianza generalizada diluirá el efecto de contención de las soluciones insuficientes. La tercera dosis o la vacunación infantil pueden ser recursos útiles para desacelerar unas cifras de contagios fuera de control, pero son medidas insuficientes para invertir el ciclo insidioso (adjetivación con licencia literaria, por tratarse de una cualidad impropia de una ser inanimado) del coronavirus. La periodicidad de las oleadas sucesivas apunta a un comportamiento de creciente autonomía, que por fortuna cursa en apariencia con efectos menos devastadores.

Jared Diamond recuerda que la pandemia puede acabar con el dos por ciento de los seres humanos, en tanto que el calentamiento global posee la categoría suficiente para exterminar a la humanidad. Aunque se redujera este desequilibrio mortífero a una equivalencia entre ambas calamidades acuciantes, es curioso que a las caprichosas medidas para aplacar (nuevo error de personalización) al virus no se hayan sometido a los criterios casi insuperables que se utilizan como excusas para neutralizar cualquier intento de combatir el cambio climático.

Hasta el terrícola mejor desinformado conoce al dedillo las medidas que contribuirían a amortiguar el ascenso de las temperaturas globales. Y también sabe que ninguna de estas reformas drásticas será aplicada tras las aparatosas cumbres internacionales dedicadas a condolerse de la enfermedad planetaria. En la pandemia se ha seguido la estrategia inversa, y a cualquier mínima restricción se le atribuyen virtudes milagrosas aunque nunca concretadas.

En un repaso a barullo, los periódicos de un año atrás no destacaron suficientemente que los vacunados podrían contagiar y ser contagiados, aunque los mismos medios parecían más adelante doctorados en la brecha vacunal. Familiarizados ahora a la fuerza con este breakthrough, tampoco se notificó con la insistencia pertinente que las vacunas podían sufrir bruscas caídas de su eficacia, o resultar inadaptadas para nuevas variantes del coronavirus. No abundan las menciones a la tercera dosis en menos de un año, que hoy suena indispensable. Por no hablar de los creativos cócteles de distintos preparados, o de la expulsión del Paraíso de las sustancias milagrosas de la ya citada Johnson&Johnson y de AstraZeneca.

La eliminación de los vehículos diesel va para largo, pero el pasaporte covid se aprueba de un día para el siguiente con la anuencia del Tribunal Supremo. Vuela por los aires la Ley de Protección de Datos, que prevé penas vertiginosas para quien suministre a un tercero el teléfono ajeno. Y se supera la contradicción que permitió pasear a los perros pero no a los hijos. Si el dueño del restaurante puede exigir el pasaporte covid, el cliente también debería exigirle el pasaporte covid al dueño del restaurante. Salvo que no puede, y todo el personal que atiende en un local de restauración donde obligan a enseñar el pasaporte puede estar no vacunado, sin que además se les pueda interrogar al respecto so pena de cárcel. Los únicos que no necesitan vacunarse son los que están todo el tiempo en el restaurante. Donde la única solución no consiste en obligar a los profesionales a inyectarse, sino en interrogarse seriamente sobre la verificación del pinchazo de los clientes, que por otra parte ya están inmunizados en nueve de cada diez casos.

El peor momento de la pandemia no ha coincidido con la etapa más brillante de la gobernanza mundial. En el caso de los pasaportes, una burda maniobra para forzar a la vacunación, hasta la fecha no hay ninguna mejoría en la incidencia que justifique la implantación de un control sanitario a cargo de los empleados de bares y restaurantes. A cambio de una efectividad incierta, se logra engordar la burocracia. Los confinamientos vuelven a ser tabúes, la factura psicológica de dos años de pandemia también contrasta con la despreocupación de la mayoría del planeta sobre el cambio climático. Se paga un elevado precio por ser responsable, a falta de determinar la recompensa colectiva.

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