Vivimos en un país donde se proclama la gran calidad de la democracia disfrutada por sus gentes, mientras el jefe de la oposición asiste a una misa católica por el alma de un dictador que fue aliado de Hitler y Mussolini. Como mínimo me concederán que algo chirría. Y el chirrido pasa a traqueteo cuando ese hecho, que es una bofetada en la cara de cualquier demócrata, parece levantar ampollas solo en algunos sectores de la sociedad.

Tengo la firme convicción de que no es posible compaginar una sólida creencia en un estado democrático pleno con la admiración y el respeto a un régimen totalitario nacido de los fascismos de la primera mitad del s. XX, personificado en este caso en la figura de un dictador responsable de la aniquilación sistemática y planificada de decenas de miles de compatriotas, de torturas y ejecuciones por motivos políticos hasta el final de sus días.

En los países que sufrieron dictaduras de ese tipo en nuestro entorno, como Italia, Alemania o Austria, la consciencia de su perversidad es mucho más transversal que en España, y eso se debe principalmente a que esas ideologías, perversas ya en sus planteamientos originales, fueron purgadas por los Aliados al ganar la II Guerra Mundial. Esa consciencia de la perversidad fue grabada a fuego en las mentes de sus habitantes, y todas las generaciones posteriores a 1945 crecieron aprendiendo de los errores fatales cometidos por sus padres y abuelos.

Aquí fue diferente. La guerra la ganaron los fascistas, a contrapelo de lo que pasó en el resto de Europa, y el «movimiento» tuvo casi cuarenta años para experimentar con la sociedad española, y para grabar a fuego muchas mentes, para hacer calar miedos, silencios y mentiras, mientras se aprovechaba la Guerra Fría para hacerse un lavado de cara internacional, gracias al cinismo de los EE UU e Inglaterra, que pasaron de llamar fascista a Franco en 1946 a abrir bases militares en territorio español en 1953. Como Churchill le dijo a Truman en Potsdam: «Franco es malo para los españoles, pero bueno para nosotros».

Cuando llegó la magnificada Transición, este país había padecido cuatro décadas de bombardeo cultural franquista, y habría sido necesario un mayor esfuerzo en contraponer una visión más real de lo que había pasado, un relato más tendente a la búsqueda de la justicia que al de la imposición de la concordia. Y digo imposición porque es lo que fue: un cambio político tutelado por un ejército y unas fuerzas de seguridad plenamente franquistas, y una cúpula judicial que pasó de condenar a reos políticos en el Tribunal de Orden Público de la dictadura, a ingresar en el Tribunal Supremo o en el Constitucional.

¿Se imaginan lo que sería nuestra sociedad ahora si desde finales de los años setenta se hubiera impartido una asignatura obligatoria de Educación para la Democracia? Mujeres y hombres que sobrepasan ya la cincuentena habiendo conocido con detalle las atrocidades del régimen, su mezquindad y crueldad con los vencidos; sabiendo que abandonaron a miles de personas en poder de los nazis, que fueron asesinadas en el Holocausto; sabiendo que sus generales ordenaron violar y matar a las mujeres de izquierdas en muchos lugares; aprendiendo que quienes erigieron sus monolitos conmemorativos fueron prisioneros esclavizados; conociendo que se le dio rango de ley al robo y al expolio de los perdedores; estudiando que la policía franquista aprendió sus métodos con la «Gestapo» alemana, y que en sus comisarías se torturaba hasta la muerte a personas que luchaban por traer de vuelta la Democracia. ¿Habría muerto Billy ‘el niño’ con sus medallas en el pecho? ¿Seguiría Queipo de Llano enterrado en la Macarena? ¿Tendríamos a una conservadora antifascista como Merkel en lugar de a Casado pactando con fachas?

Esa asignatura nunca se impartió, así que son preguntas sin respuesta. De momento el torturador mantiene sus medallas, el asesino sigue bajo lápida en la Catedral, los monolitos siguen en pie, continúan las misas por el alma de los asesinos, y el jefe del Partido Popular asiste a ellas. En estos días, cualquier intento de avanzar hacia una profundización democrática que pretenda desmontar el relato implantado por el franquismo, como el empeño de Unidas Podemos intentando introducir la Memoria Democrática en el sistema educativo, choca con la acusación de «perturbadores de la concordia», pero les contaré un secreto: la concordia por imposición no es tal. La concordia viene tras la justicia, no antes. Y nunca sin ella.