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Matías Vallés

‘El buen patrón’, la película perfecta

Fotograma de 'El buen patrón'.

El medio millón de espectadores acumulado por El buen patrón mide la tambaleante situación del país. Todas las prevenciones ante el cine español se quedan cortas, pero la extraordinaria película de Fernando León de Aranoa hubiera congregado a millones de seguidores en una sociedad que concediera la mínima importancia a su destino.

El disfrute de El buen patrón está garantizado. Es la película perfecta, trabajada y trabada como un reloj, se ha puesto tanto interés en su manufactura que debía conseguir el aval sin precedentes de veinte nominaciones a los Goya. La Academia no acierta a rodar un cine consistente, pero al menos sabe detectar la excelencia.

Por si esto fuera poco, la peripecia carpetovetónica del emprendedor y exprimidor Javier Bardem/Julio Blanco, donde evitaremos el calificativo de despótico para no incurrir en redundancia, define el estado de ánimo de un país. El buen patrón es el retablo de la situación psicológica colectiva que los españoles se niegan a aceptar, hasta que ven la película.

El buen patrón no es un relato de buenos y malos, sino de malos y peores, sin hueco para las lamentaciones. No toma prisioneros, todos los implicados son escorpiones en venta, con tal de mejorar sus posiciones en la versión castiza del capitalismo desencadenado de Ayn Rand. Destapa la cara oculta del discurso político milagrero, que solo maquilla el embrutecimiento subyacente.

La crítica se solaza llegados a este punto en el parentesco con Berlanga, máxime con los fastos del centenario. Pero berlanguiano significa grotesco y descacharrante, cuando El buen patrón es realismo extremo al borde del miniaturismo. No hay nada en la película que no haya sucedido, más de una vez. Puestos a comparar, esta narración sin esdrújulas se mira en el espejo de Billy Wilder.

No es una comedia, pero no hay nada más humorístico que la realidad bien contada. Pueden paladearla incluso los fanáticos de Bardem, tan deplorables en otros aspectos. El buen patrón adjunta la maravilla de que el protagonista vaya explorando los pliegues de su personaje conforme avanza la proyección, al tiempo que se desmonta su impecable peinado pompadour del discurso inicial. Este villano a la española es un componedor y conseguidor sin rival, que hace el mal incluso para hacer el bien, porque carece de interés auxiliar al desamparado si no se infringe alguna ley durante el trayecto.

Frente a las acusaciones de parcialidad que arranca este texto, El buen patrón no ganará en ningún caso el Oscar a la mejor película de lengua no inglesa. Pese al precedente de Parásitos, que sí es una traducción de Berlanga al coreano, la Academia hollywoodiense será más sensible a las evocaciones nostálgicas de Sorrentino o a la aureola punk de la insufrible Titane.

En síntesis, El buen patrón es una película tan apasionante que debe evitarse el calificativo de obra maestra. Aunque la narración anida en la desesperanza, no se me ocurre una sola persona a quien no recomendársela con garantías. Reconforta encontrar esta excepción sin voluntad pedagógica ni melodramática, que no ha sucumbido a las buenas intenciones dominantes. En efecto, ahí va un dardo para Madres paralelas o Mediterráneo, solo la también extraordinaria Maixabel respeta las visiones contrarias al consenso.

Las nominaciones al mejor actor secundario, donde El buen patrón casi monopoliza las candidaturas con tres de cuatro, demuestra el cuidado exquisito del producto final. Ahora bien, será difícil neutralizar la subyugante interpretación sin palabras de Urko Olazabal en el etarra Luis Carrasco de Maixabel. En esposa de Bardem que no se llama a engaño, Sonia Almarcha apunta a una resonante elección. Y la revelación, que diría Anson, se queda en Almudena Amor, qué apellido más bien cometido. El regreso a la realidad desde la sala oscura es simplemente el epílogo de El buen patrón.

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