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Antonio Papell

¡Vivan las cadenas!

En la historia de este país, los uniformes han estado demasiado presentes en la vida pública, y ello ha distorsionado todavía, a estas alturas, la visión que la ciudadanía tiene de su papel, de su función, de su significado. Casi cien cuarteladas padecimos durante el agitado siglo XIX, y en el XX sufrimos dos dictaduras militares, la última de ellas de casi cuarenta años, asentada sobre las bayonetas del ejército y establecida mediante una cruenta guerra civil. En ese último periodo, además, las policías —Policía Nacional y Guardia Civil— tuvieron que llevar a cabo la represión entre sus propios compatriotas, lo que terminó de desenfocar su integración en la sociedad civil. Evidentemente, la lucha contra ETA, que ha obligado a mantener leyes de excepción y a otorgar a las fuerzas policiales facultades extraordinarias, tampoco ha ayudado a centrar esos cuerpos en el servicio público pacífico que es su ámbito natural de acción.

Es bien cierto sin embargo que el ejército, en cuanto se jubilaron los generales de la Guerra Civil, ha llevado a cabo, de la mano de los sucesivos gobiernos, una labor de plena acomodación al papel democrático que le corresponde, supeditado a la autoridad civil. Tras el 23 de febrero de 1981, fecha del anacrónico tejerazo, los uniformes de este país se han mantenido fieles al cumplimiento de la voluntad soberana de los españoles, en parte por convicción, en parte también porque la incorporación de España al concierto de las naciones, a la OTAN y a la Unión Europea, les ha obligado a aclimatarse al marco democrático occidental.

Puede, pues, decirse con toda claridad y en voz bien alta que no hay en España un problema militar ni un problema policial. Por ello, no tuvo mucho sentido que el gobierno anterior de Rajoy, de la mano de ese ministro lamentable que fue Fernández Díaz, promulgara una ley de Seguridad Ciudadana que nos devolvía a épocas pretéritas por la evidente lesión que se hacía en ella a las libertades civiles y la sobreprotección que se otorgaba a unas policías que ante todo deben garantizar el ejercicio de los derechos de las personas.

El gobierno actual, con buen criterio y en colaboración con organizaciones de defensa de los derechos civiles, ha decidido modificar la referida norma, que regula el papel de las policías como brazo ejecutor de los poderes ejecutivo y judicial. Los cambios que se introducen eliminan la dureza innecesaria de la ley vigente, y son, entre otros, los siguientes: no se considerará ilegal una manifestación formada espontáneamente (por ejemplo, la que se realizó al conocerse la sentencia contra ‘la manada’); las actuaciones policiales podrán ser filmadas (como sucede en todas las democracias); las detenciones no podrán durar más de los horas, pasadas las cuales el detenido deberá ser encausado o devuelto al lugar donde se efectuó la detención; los cacheos deberán ser respetuosos, parciales y nunca consistirán en el desnudo integral de la persona; se aliviará el material antidisturbios y desaparecerán por ejemplo las peligrosas pelotas de goma; la posesión de drogas para consumo propio será infracción leve y no grave; se modula la pretensión de veracidad del testimonio de los miembros de los cuerpos de seguridad en los tribunales…

Habrá que explicar muy bien las objeciones a esta reforma, que humaniza el papel policial, da transparencia a sus actuaciones y evita tanto la sensación de que tales fuerzas son represoras cuanto la posibilidad de accidentes/incidentes graves. Por ello, es un grave error enardecer a las policías contra tal reforma, como hacen determinados partidos, que en estas materias siempre son más papistas que el papa. Es por lo demás incierto que los policías pierdan garantías, que se legalicen bajo cuerda las drogas o que se quiera criminalizar a las fuerzas de seguridad que hacen su trabajo.

Apostar por unas policías cruentas y brutales es algo así como gritar «¡Vivan las cadenas!» en tiempos de Fernando VII. La policía ideal —de la que pueden ser paradigma los bobbies británicos— es la que puede ir desarmada porque su papel es sencillamente disuasorio. Y como esta arcadia no es creíble aquí, habrá que optar por unas fuerzas de seguridad más pensadas para ayudar que para reprimir. Los buenos policías y los buenos ciudadanos estarán sin duda de acuerdo con ello.

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