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Matías Vallés

Al azar | De Klerk quería ser Suárez

Cuesta asimilar los caudales de sangre fría necesarios para transportar a Sudáfrica desde el ominoso apartheid a una democracia nominal. La mejor aproximación consiste en haber entrevistado al ahora fallecido Frederik W. de Klerk, el artífice junto a Nelson Mandela de la revolución pacífica. En aquel 1993 en que se disponía a recibir el Nobel de la Paz, el último presidente sudafricano blanco derrochaba las cualidades que propiciaron un cambio inverosímil. Todavía en el poder, hablaba sin reservas, nunca le perdía la mirada a su interlocutor ni se cansaba de escuchar o de explicar sus planes inexplicables.

De Klerk ya estaba convencido por entonces de que el antiguo terrorista Mandela sería su sucesor en la presidencia del país más odiado del mundo. La sorpresa llegaba al plantearle lo descabellado de sus propuestas, porque respondía «que no son utópicas, solo definen una transición a la española». Es decir, el autor de uno de los cambios más radicales de la historia reciente se declaraba inspirado por la disolución del franquismo. Y queda claro que se asignaba el papel de Adolfo Suárez, que le encaja como un guante.

Desde su combinación de sosiego y suficiencia, De Klerk sabía que el carisma planetario emergente de su sucesor negro ocultaría su propio protagonismo, en la transición a la española que había diseñado. No le preocupaba en absoluto, salvo que se resistía a circunscribir su papel en términos raciales, porque «no soy el líder de los blancos». Rechazaba asimismo la personalización de los liderazgos, al generalizar una pregunta sobre su rol capital en que «es Sudáfrica la que está haciendo historia, no yo». En los momentos decisivos, los países se las arreglan para encontrar a los protagonistas adecuados, la labor de De Klerk se agiganta al contemplar los numerosos tránsitos fallidos desde entonces. Al igual que Suárez, también debió afrontar el descrédito tras abandonar el poder, pero aquella conversación bastaba para confirmar que el vuelco sudafricano atribuido universalmente a Mandela contó con dos protagonistas en igualdad de condiciones.

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