Desde las filtraciones de Frances Haugen, destapando los entresijos de Facebook, vuelve a estar vivo el debate de quién vigila a los vigilantes. En la era digital la locución está más que vigente, particularmente si nos referimos a las plataformas de redes sociales. Sobre todo porque Facebook es uno de los jinetes de este capitalismo de vigilancia que tan bien describe Shoshana Zuboff. Lo que pone de manifiesto la documentación que aporta es que se trata de vigilarte bien y atraparte mejor, para seguir creciendo en beneficios. Aunque te rompas tú. Aunque se diluyan las bases del funcionamiento social que nos organiza. Nada nuevo bajo el sol, pero faltaban evidencias y sobraba opacidad. Si algo ha repetido Haugen, en sus diversas comparecencias y escritos, es que nadie sabe lo que ocurre realmente dentro de la compañía.

Las preguntas que se abren a partir de aquí son múltiples: qué papel juega la figura de los alertadores, cómo la prensa se convierte en cómplice necesaria, qué cultura de transparencia y rendición de cuentas tenemos y cuántos monopolios tecnológicos podemos soportar. Para que un sistema democrático funcione se necesitan pesos y contrapesos. En el caso que nos ocupa, los pesos importantes son los accionistas e inversores que marcan el ritmo de crecimiento de la compañía. El principal es el mismo Mark Zuckerberg, quien cuenta con el 16% de las acciones. Le siguen algunos empleados de su confianza en proporciones menores al 10%, además de Blackrock y Vanguard Group, las mayores empresas de gestión de capital riesgo.

Como contrapeso, se constituyó a finales de 2020 un Consejo de Supervisión con el cometido de garantizar la libertad de expresión y los derechos humanos en las políticas de moderación de contenidos en Facebook e Instagram. Una de las decisiones tomadas desde este organismo es la desplataformización del expresidente Donald Trump, que tiene la cuenta suspendida hasta enero de 2023. No obstante, dicho consejo está muy orientado a las cuestiones de desinformación a raíz del escándalo de Cambridge Analytica y quedan por tanto muchos puntos ciegos en relación con el impacto social que tiene la plataforma. Haugen insiste, además, que tanto los números como los documentos que llegan no son verídicos o están incompletos. Y sabemos que eso no ocurre únicamente en Facebook.

En otras magnitudes y por razones diversas suele pasar en las memorias anuales de la mayoría de las empresas grandes. Si un documento que presenta el balance del año solo incorpora las luces, ni es autocrítico ni permite avanzar en la cultura de la transparencia y la rendición de cuentas.

Que las sombras tengan que salir por la puerta de atrás, a título individual o con investigaciones periodísticas que duran meses, es sintomático. Las figuras que tocan el silbato además se exponen a un riesgo personal elevadísimo, por bien que la OCDE reconoce que la protección de alertadores es una salvaguarda necesaria. La opinión pública se debate entre llamarla heroína o traidora, pues ha roto el contrato de confidencialidad eterna que firmó el primer día. Parece que Facebook se ha encargado de hacer circular mensajes internos para que nadie más tenga tentaciones de hablar.

De momento, la crisis reputacional le está haciendo cosquillas a nivel financiero, pero ojalá tenga un coste significativo a nivel de confianza social. Estas compañías no solo son demasiado grandes para caer, sino que son jaulas de barrotes invisibles. Por ahora, salir de WhatsApp deja de ser una elección personal en el momento que tienes que calibrar a quién pierdes por el camino. Mientras debatimos cómo hemos llegado hasta aquí y conseguimos las soluciones regulatorias oportunas, podemos plantear otros contrapesos.

Aunque suene utópico, la movilización colectiva dentro de las mismas empresas puede serlo. Lo hemos visto en Google, donde proyectos controvertidos se han retirado o modificado sustancialmente porque el equipo de desarrollo se ha negado a programarlos. Lo vemos en las generaciones que suben: se combaten entre la precariedad laboral y la búsqueda de trabajos alineados con sus valores. Además, el último barómetro de confianza de Edelman identifica el talento como el grupo de interés más importante en las organizaciones y hay que tenerlo en cuenta, cuidarlo y escucharlo. Y la tercera razón para el optimismo es que la LOMLOE ha incorporado la digitalización en el currículum, una oportunidad para ir más allá del aprender a usar dispositivos. Nos hace falta una ciudadanía digital crítica y comprometida, que pueda llevar la mirada ética y social allí donde vaya.