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Miquel Àngel Lladó Ribas

Los amigos de Mayka

Puede que les parezca raro, pero me gusta el otoño. Me gustan sus colores, la luz de sus días, ese olor a humedad que desprende la tierra después de las primeras lluvias... Otoño es, también, esa estación que remite a la caducidad y que nos recuerda que algún día se desprenderán también nuestras hojas, hasta no hace mucho lozanas y frescas, todo ello en un ciclo que se lleva a menudo por delante a algunos de nuestros seres más queridos.

Mayka Morueco era una de esas personas, una mujer alegre y trabajadora hasta que el cáncer se cruzó en su camino y se aferró como un hongo maligno a su árbol de bondad y buen hacer contrastados. Incluso así resistió sus embates con una entereza digna de admiración, sin perder el buen humor que siempre la caracterizó y haciendo del tránsito un itinerario de sosiego y amor incondicional, tal como nos relataba en unas crónicas llenas de ternura y positivismo su hermana Maribel Morueco, exdirectora del centro Gaspar Hauser de Palma. Yo la recuerdo precisamente en esos menesteres, dando una mano al que hasta no hace mucho fue centro de referencia en la atención y tratamiento de las personas con autismo (nunca entenderé su desmantelamiento y cierre, toda vez que parece que la Administración puede salvar a bancos en dificultades pero no puede hacer lo mismo con reconocidos centros de atención a personas con discapacidad, aunque esa es harina de otro costal...) y estando siempre en todos los frentes en los que su energía y desbordante optimismo siempre sumaba, fuera cual fuera el lugar y la circunstancia.

Todas estas sensaciones se me agolparon de repente el pasado día 7 en el tanatorio de Son Valentí, al que acudieron gran cantidad de familiares y amigos para rendir el último adiós a Mayka. Al observar sus semblantes, en los que se reflejaba un duelo y una perplejidad que no hacían sino resaltar su grandeza, me percaté de la magnitud de la pérdida. Me acordé entonces de una ocasión en que, estando con mis compañeros de ruta en el Camino de Santiago, nos resolvió eficazmente y desde la agencia de viajes que regentaba en Andratx un regreso a Mallorca por la vía rápida, a causa de una urgencia familiar de carácter grave. Lo hizo además sin cobrarnos ningún gasto ni tasa extra, lo que añadía un plus de nobleza a su incuestionable profesionalidad.

En el tanatorio tuve oportunidad de intercambiar esas y otras vivencias con algunos de sus seres más allegados, y todos coincidieron en definir a Mayka como una mujer «todoterreno», una persona que desbordaba simpatía y vitalidad por los cuatro costados. No sin cierto reparo acudo a uno de sus últimos audios y escucho cómo, con una voz ya algo fatigada, me cuenta lo contenta que está después de que una clienta, también en apuros, le haya agradecido de una manera bellísima lo que había hecho por ella. En ese pequeño relato, de apenas minuto y medio de duración, describe ese agradecimiento en términos de «natural» y «universal», congratulándose del modo en que se había «cerrado ese círculo», como si ya presintiera que la caída de hojas de su árbol particular estaba llegando a su punto más álgido y crepuscular.

Si tuviera que escoger una palabra para definir todas las sensaciones que viví ese día en Son Valentí creo que sería sin duda ‘belleza’. Soy de los que piensan que incluso en esos momentos tan duros e intensos es posible hallarla, y yo la vi reflejada con creces en todos y cada uno de los rostros que aquella mañana se acercaron para darle no tanto su último adiós, sino para decirle que la recordarían siempre mientras vivieran. A fin de cuentas en eso consiste un poco la inmortalidad, en la posibilidad de que, aunque sea solo en nuestras mentes y en nuestro recuerdo, las personas como Mayka permanezcan tan vivas como presentes, alimentando en nosotros ese sentimiento de gratitud que renace con fuerza en todas y cada una de las primaveras de nuestra vida.

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