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Daniel Capó

¿Desacelerando?

La economía norteamericana empieza a ofrecer síntomas claros de desaceleración, mientras algunas fábricas –aquí y allá– anuncian cierres temporales o caídas en la producción debido a los altos precios de la energía y a la escasez de repuestos. De repente, es como si la explosión económica de la era poscovid hubiera ahogado la recuperación antes de que llegase a alcanzar una velocidad estable de crucero. El retorno de la inflación permitirá aliviar significativamente la carga de la deuda si persiste durante un tiempo, aunque todos sabemos que, más pronto o más tarde, se tendrán que adoptar nuevas formas creativas para reducir el apalancamiento y que la austeridad –vía impuestos o ajustes presupuestarios– volverá. La inflación, por el momento, castigará a las clases trabajadoras, que llevan ya dos décadas de sufrimiento. Más fractura social, al fin y al cabo, en una época en la cual los gobiernos prefieren librar guerras ideológicas –el último frente es el indigenismo y la pertinencia de la Hispanidad en las Américas–, en lugar de mejorar las condiciones materiales de los ciudadanos.

Y lo que se nos viene ahora encima es, quizás, una crisis material. Ya la tenemos en casa de hecho desde hace muchos años. Sólo que se agravará en la era poscovid, si la economía no logra despegar definitivamente y se generalizan los cierres industriales. El largo estancamiento de la productividad, que se extiende ya casi a medio siglo, ha supuesto no sólo cuantiosas pérdidas en términos de desarrollo (podríamos y deberíamos ser mucho más ricos si se hubiera facilitado el crecimiento), sino importantes cuellos de botella productivos durante estos últimos años. Frente a la necesidad de estimular la demanda para mantener el pulso económico (algo que se ha visto favorecido durante la pandemia tanto por la transferencia directa de dinero como por los tipos de interés negativos y el significativo crecimiento del ahorro familiar), de repente el mundo se ha despertado falto de oferta, es decir, sin capacidad de producción. La pregunta es si nos enfrentamos a una nueva realidad con características permanentes o temporales. Supongo que, como casi siempre, la verdad se encuentra a medio camino.

Mientras en América se libran guerras ideológicas y en España se mimetizan los debates del otro lado del Atlántico, se acerca un invierno crudo tras una otoñada más dura de lo habitual. Sin políticas firmes que estimulen la productividad y las mejoras competitivas, difícilmente Occidente logrará salir del curso decadente en el que se encuentra inmerso y cuyo rostro más evidente es la precariedad en el empleo y los salarios bajos que impiden o dificultan el acceso a la propiedad y el inicio de una vida independiente. Francia, que parece haber entendido algo de este juego, ha decidido invertir mil millones de euros en el desarrollo de pequeños reactores nucleares, abriendo un camino que seguramente seguirán otros países europeos. La solución a muchos de nuestros problemas pasa precisamente por innovar tecnológicamente, por crecer mejor para poder equilibrar precisamente los efectos nocivos del crecimiento –medioambientales o de excesiva concentración de la riqueza– y, aún peor, los del decrecimiento. Si las ideas crean realidad, como sabemos desde antiguo, intentemos recuperar las ideas que hicieron posible nuestra prosperidad: aquellos valores burgueses que, en palabras de la ensayista Deirdre McCloskey, explican el despegue de nuestra civilización a lo largo de la Historia.

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