Cuando hace 5 meses este «juntaletras» ofreció a Diario de Mallorca un artículo semanal sobre los avatares del sector primario, tenía por objetivo, no solo formar opinión, sino también hacer pedagogía y ampliar el conocimiento que la sociedad tiene respecto a esta realidad y sus retos. Si no logramos estos objetivos, teniendo en cuenta la apuesta que este Govern ha hecho por recuperar una Consellería de Agricultura, Pesca y Alimentación con entidad propia, todo lo avanzado en estos cuatro años se perderá. Creo que el sector agrario es consciente de ello, y aquí está una de las claves de la defensa conjunta que todos hacemos. Por todo ello en ocasiones escribo artículos muy apegados a los problemas, como aquel de los ataques de perros al ganado, o los de la leche, y otros como éste, que hablan de economía agraria y que buscan otras reflexiones.

Hay una premisa que cualquier economista agrario, por muy liberal que sea, conoce. El mercado nunca ha remunerado los factores de producción en la agricultura de manera adecuada. Esta realidad ha justificado desde el origen de la Unión Europea que el derecho de competencia se aplique de manera flexible cuando se refiere al sector agrario y ganadero, o lo que es lo mismo, que la agricultura sea un sector excepcionado del derecho de competencia. Así se reconoce en los artículos 42 y 43 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, interpretado en relación al artículo 39 que define los objetivos de la PAC.

Los que marcan la política económica deben saber que la realidad del sector se apoya en leyes económicas que tienen su funcionamiento particular. En primer lugar está la ley de King, economista inglés del siglo XVII. Viene a explicar cómo los precios agrarios reaccionan de forma muy brusca y desproporcionada a cualquier disminución o aumento de la oferta de producto. Por ello, desde siempre y en todo lugar y contexto, los países han arbitrado sistemas que permiten controlar la oferta como son las cuotas de producción, el almacenamiento público o privado de productos, como el caso del aceite o la mantequilla, la retirada del mercado de cantidades de producción, siempre de forma controlada con destino a entidades sociales o alimentación animal, o la cosecha en verde o anticipada de una proporción de lo que todavía permanece en finca sin haber sido recolectado. La segunda es la Ley de Engel, estadístico alemán. Supone que la elasticidad en la demanda de alimentos varía según el precio y el nivel de renta de las familias, pero el incremento de la demanda tiene un límite claro cuando las necesidades están saciadas. Crece mucho en los países menos desarrollados cuando mejoran las condiciones de vida, pero se estanca cuando las familias logran una cantidad de alimentos suficientes y de calidad. La tercera es la Ley de Turgot, político francés del siglo XVIII. Este autor desarrolló la ley de rendimientos decrecientes, que en el sector agrario viene muy al pelo con la realidad de la crisis ambiental. La productividad aumenta mucho con la incorporación de innovaciones tecnológicas, pero solo hasta un determinado punto a partir del cual, si superamos los límites ecológicos del suelo o del agua, la productividad empieza a disminuir por el agotamiento de la base natural. Es decir, lo que tienes que invertir en insumos no compensa ni de lejos lo que sacas de producción.

A estas leyes, se le suma la ley de Caín y Abel, que se fija en el comportamiento relacionado de los sectores agrícola y ganadero. Constata el simple hecho de que cuando le va bien al sector agrario, le va mal al sector ganadero, y cuando le va bien al ganadero, le va mal al productor de cereales o forrajes. De esta manera, las administraciones agrarias contamos con una serie de mecanismos que podemos y debemos saber utilizar siempre con cuidado y siempre sin suplir el funcionamiento del mercado, pero corrigiendo este defecto innato para con el sector agrario.