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Isabel Olmos

Prefiero a las personas

Cuando llego, siempre apresurada y mirando de reojo el reloj y el coche mal aparcado, hay un cartel escrito a mano con rotulador grueso de traza azulada y la leyenda ‘No funciona, utilicen el otro cajero’. Resoplo sin motivo, solo por el hábito extendido de la queja: no hay cola frente al banco y solo una mujer mayor con un topo gris a la antigua usanza dialoga, libreta e mano, con la máquina.

Cambiaron los cajeros hace poco, tras varios meses de obras en la sucursal, y a las nuevas pantallas táctiles al estilo vitrocerámico se unen unas luces azules modernas parpadeantes, como de nave espacial. Miro el móvil, los whatsapp y contemplo a las personas que pasan por delante de mi con el carro de la compra, el niño o el maletín. Han pasado ya unos minutos y vuelvo a observar a la mujer. Su presencia tranquila se ha evaporado y mueve inquieta sus pies frente a la máquina. La oigo teclear mientras sujeta con fuerza un papel y, de vez en cuando, se gira a un lado a otro buscando algo o a alguien, indefensa.

Cuando llevamos varios minutos más se gira completamente y sus ojos se tranquilizan al verme: «Tu que eres joven (sic, debería poner yo aquí) ¿me puedes ayudar por favor? No entiendo nada». Me explica que tiene que pagar una factura de su hijo, que está en el paro. «Él no lo sabe pero se la voy a pagar yo. No tiene dinero y con mis nietos tienen muchos gastos y yo, aunque cobro una pensión muy pequeña, sí que puedo pagárselo», me comenta mientras me enseña claramente una factura de la luz. La cuestión, me dice, es que tiene que pagarla por el cajero porque es uno de esos días en los que no se puede pagar en oficina y además ya no es la hora. «Yo no me aclaro con lo de pedir cita previa, soy ya muy mayor y me olvido de las cosas. Tampoco me acuerdo de como se hacía esto». Poco a poco la mujer se ha ido angustiando, lo noto, y su voz tiembla y la congoja se ha apoderado de su templanza anterior. «No se cómo hacer estas cosas, no se utilizar todo esto», solloza.

Le digo que no hay problema, que la ayudaré a hacerlo y paso a paso lo logramos. La factura ya está pagada y ella respira tranquila. «A mí me tiemblan las manos y no puedo poner el papel recto para que lo lea la máquina» se justifica como avergonzada. Además, agradece que ese día no haya gente porque «cuando hay muchas personas me duelen las piernas de estar tanto tiempo de pie y al final me tengo que ir a casa». Pero hoy a pesar de todo, está contenta. «Gracias por ayudarme con esto, hay veces que vengo y no encuentro a nadie o me da miedo dejar estas cosas tan importantes en manos de cualquiera», y siento su inmensa indefensión. Yo lo he hecho todo con tanta rapidez que me arrepiento ahora de no habérselo explicado mejor, más lentamente. Pero ella me tranquiliza: «Tranquila bonita, no lo hubiera podido aprender tampoco, todo esto es demasiado para mí, muy difícil, prefiero a las personas».

Con una sonrisa amable que eclipsa por completo un rostro copado por los surcos del tiempo, la señora coge el carrito de la compra y tras despedirse, se va calle arriba. Y yo me quedo mirándola y me quedo también con su congoja y su indefensión en lo mas dentro de mí. Ahora es ella, pero en unas décadas seré yo. Y tú. Indiscutiblemente. Porque frente a ello no hay opción. Y me cabreo o me entra miedo, no sé (¿quién sabe la diferencia entre los dos?). Siento enfado y temor por esta violencia a los mayores, por esta violencia tecnológica que les hace sufrir y les convierte en vulnerables. Habrá un día en que nosotros tampoco entenderemos las cosas, lo que nos piden, lo que nos dicen y, además, nos temblarán las manos. Un día en el saldremos de casa y nos enfrentaremos, por ejemplo, a una pantalla parpadeante llena de teclas que nos pide cosas imposible. Un día en el que, como la señora del topo gris, nos tendremos que girar y pedir ayuda. Y, entonces, espero de corazón que estés tú.

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