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Eduardo Jordà

Llorar en la guardería

La vida es aburrida. Por fortuna, suele ser mortalmente aburrida. Y pobres de nosotros si de repente la vida se vuelve ajetreada. O dicho de otro modo, interesante. Por supuesto que hay momentos en que la vida se vuelve emocionante para nuestro bien -un nuevo amor, un éxito laboral, una buena sorpresa económica-, pero en general, si la vida sale de la frase aburrida o rutinaria, es porque ha ocurrido algo malo: una enfermedad, una desgracia, un despido, un desengaño inesperado. Por fortuna, vivimos en un mundo estable, sin guerras, sin hambrunas, sin epidemias incontrolables -el Covid nos dio un susto, y fue gordo, y trajo consecuencias terribles, pero de algún modo lo hemos superado-, así que el grado de inestabilidad emocional que vivimos es muy limitado. Por fortuna, repito, es muy limitado. La ventaja es que vivimos relativamente protegidos y seguros. El inconveniente es que a nuestra vida le faltan elementos dramáticos.

Y justo por eso tenemos que inventarlos. Nadie que viviera la guerra civil o la posguerra perdería el tiempo, años después, inventándose agravios estúpidos o afrentas exageradas. Por desgracia había vivido tal cantidad de agravios y de afrentas reales que no necesitaba inventárselas. Y cosa curiosa, esas personas que sí sufrieron jamás alardearon de haber sufrido, hasta el punto de que no querían hablar de lo que les había pasado, y si hablaban, lo hacían con suma discreción y con gran modestia. Les había tocado sufrir, sí, pero nunca se creían importantes o ni siquiera interesantes por el hecho de haber sufrido. El sufrimiento les tocó a ellos (y sobre todo a ellas, las madres y las viudas y las hijas de los muertos y de los encarcelados), pero nunca se sintieron dignos de una atención especial por el hecho de haber sufrido. Sintieron rabia, y dolor, y algunos incluso odio, pero nunca se sintieron con derecho a creerse importantes.

Hoy en día, por supuesto, ocurre justo lo contrario. Hay varias generaciones que han vivido tan bien -a pesar de las contrariedades habituales en cualquier existencia-, que ahora creen que cualquier pequeño inconveniente es un suceso extraordinario que los convierte en sujetos de una experiencia que debe ser conocida -y denunciada- en el mundo entero. Para esta gente, cada vez más abundante, no hay problema o desventaja o circunstancia trivial que no pueda ser transformada en una injusticia incomparable que requiere todo tipo de denuncias y escándalos e histerismos. Tomemos el caso de una influencer famosa, casada con un futbolista también famoso, que acaba de montar uno de esos ridículos pollos mediáticos porque un día fue a dejar a su hijo de dos años en la guardería y el niño se puso a llorar. Ese hecho trivial le pareció «insostenible» y enseguida consideró que debía comunicarlo al mundo entero. Dejar a un niño de dos años llorando en la guardería era una tortura, un sufrimiento innecesario, un acto de salvajismo indigno de seres civilizados.

Es asombroso. Cualquier que haya llevado a sus hijos a la guardería sabe que a veces lloran -quizá en los primeros días-, pero en general entran muy contentos y se lo pasan allí dentro mucho mejor que en su propia casa. Y aparte, si el niño llora, llorará el primer o el segundo día, pero enseguida se acostumbrará a la guardería, donde hará y aprenderá cosas cien veces más entretenidas que las que pueda hacer o aprender en su casa. Además, es ridículo sobreproteger a los niños, intentando evitarles cualquier pequeña molestia, porque es imposible vivir en una burbuja que nos proteja de toda dificultad o de todo contratiempo. La vida no está hecha para la felicidad, como creen los ilusos -y los pedagogos-, ya que la felicidad dura muy poco -si es que llega- y lo que uno se encuentra en la vida es rutina y trabajo y aburrimiento y decepción. Eso es la vida.

La gran Natalia Ginzburg, que perdió a su marido durante la II Guerra Mundial -torturado por los nazis en una cárcel de Roma-, y que se quedó viuda y con tres hijos de la noche a la mañana en medio de una ciudad invadida por el enemigo, escribió un ensayo maravilloso (Las pequeñas virtudes) en el que contaba que los niños debían acostumbrarse a las dificultades desde el primer momento. «Es necesario hacerle entender a un niño que en la vida vamos a ser continuamente incomprendidos e ignorados, y también seremos víctimas de injusticias, y lo único que importa es no cometer injusticias nosotros mismos». Eso decía una viuda con tres hijos pequeños que había sufrido el horror de una guerra en primera persona. Y lo más importante, Natalia Ginzburg hablaba sin rencor y sin histerismos, y aunque había tenido motivos suficientes para caer en las dos emociones -y en otras peores-, nunca se dejó arrastrar por ellas. Justo lo contrario de lo que ocurre ahora, cuando siempre hay alguien que empieza a gritar y a escandalizarse -y a pedir compasión y solidaridad y mucho casito- sólo porque un día, un solo día, ha tenido que dejar a su hijo llorando en la guardería.

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