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Juan Soto

Piedra, papel, pantalla

La selección natural es la ley de Dios. Predice que un cambio drástico en el ecosistema siempre traerá a la larga transformaciones de las especies. Esto explica por qué encontramos organismos allí donde nadie querría estar: en el desierto, en los hielos perpetuos, en los dientes podridos del yonqui, en los caballos muertos.

Esto es lo que hay, dice el mundo: quien no se adapta muere, quien muere no se reproduce, y quien no se reproduce no perpetúa sus genes. Así evolucionan las especies, así aparecen, con el paso de las eras, criaturas que insólitas sólo parecen nuevas al ignorante, puesto que han recorrido caminos duros y agotadores.

Lo nuevo no existe sino como reciclaje de lo viejo. Nos damos cuenta en seguida de una paradoja: entonces la vida consiste en organizar la muerte; crear consiste en destruir. La revelación de este misterio tuvo nefastas consecuencias políticas. El espíritu darwiniano, mal digerido, mal pensado, dejó su rastro en la Alemania nazi o el Congo belga. El racismo, nacido al calor de teorías sociobiológicas, tomaba la foto fija de las sociedades para justificar la sumisión colonial de los salvajes. Miles de personas brillantes asumieron esta óptica. No se cuestionaron que la raza fuera un factor superfluo en el desarrollo de las civilizaciones. Ahora se lo reprochamos. Hoy se derriban las estatuas de quienes manifestaron, con cualquier frase, que pertenecían al signo de sus tiempos. Me pregunto cómo verán en el futuro nuestra forma de vida. ¿Qué estatuas derribarán?

La tecnología es la facultad de los humanos de transformar ecosistemas: hace adaptable entornos que nos exterminarían si estuviéramos sometidos al orden natural. La invención del abrigo, de la estufa, del turbante, del recipiente para transportar el agua: formas de birlar a la naturaleza el espacio, trampas que le hacemos a las leyes de Darwin, as en la manga que nos permite ganar, corriendo, al guepardo. Pero la transformación de ecosistemas también implica una destrucción: el aire acondicionado que refresca centros comerciales calienta el planeta.

La pantalla encendida de tu móvil no consume tu batería. Conectados a servidores remotos, a gigantescas máquinas de almacenamiento, cada movimiento en la red, cada clic, participa de una inmensa hoguera que nos devora, y cuyo tamaño desconocemos. Leer este artículo en una pantalla tiene mayor impacto ecológico que hacerlo en papel.

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