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Juan Gaitán

Arder en el infierno

Ahora que se conmemoran los primeros setecientos años de la muerte de Dante me pregunto qué infierno hubiera reservado el gibelino a quienes provocan el infierno, a quienes inician la llama que inicia el desastre.

Ha ardido el Genal durante días, y en realidad sigue ardiendo, aunque controlado, a la hora en que me siento a prosar estas líneas. De no haber sido por el milagro de la lluvia no hubiese quedado ni para otro incendio, como dicen que dijo Séneca cuando Nerón mandó quemar Roma.

Borges, en el Otro poema de los dones, daba gracias «por el fulgor del fuego/ que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo». He ahí el descubrimiento del querido cieguito, ese «asombro antiguo» que nos fija la mirada en la llama y, a veces, nos impulsa a prenderla sin control para mirarla absortos hasta que solo quedan las cenizas de la desolación, esas mismas que ha llegado hasta la playa, donde la última muchacha del verano arrebuja en la toalla un repentino escalofrío. No es otoño todavía, pero ya se le han oxidado los azules al mar y las pavesas caen sobre la arena como una hoja de estaño. Por el camino de la tarde se va el hondo verano. El cielo es gris, el mar es gris y también es gris, en el aire, el largo silbido de los vencejos. Es, acaso, el otoño del mundo, un ensayo de la caída final. Los expertos advierten de que lo que antes llamábamos «cambio climático» es ya «emergencia climática», que esto ya no tiene retorno, que se nos ha ido de las manos y no hay vuelta atrás, que nos hemos cargado el planeta y arderemos en el infierno que nosotros mismos hemos construido.

Yo siempre he visto en ese argumento de «estamos destruyendo el mundo» un cierto modo de autoengaño. El mundo no puede ser destruido ni por su destrucción. El planeta sobrevivirá, como ha sobrevivido siempre a todos los desastres, a los meteoritos, a los cambios climáticos, a las glaciaciones… Solo seremos nosotros quienes no sobrevivan.

Nunca he entendido bien qué lleva al hombre a sentirse ajeno al mundo, como si fuera externo a él y no él mismo. Ese sentimiento equivale a que el dedo meñique del pie se sienta extracorpóreo. Es ahí, en ese sentido de lo externo, donde reside lo que nos ha llevado a donde estamos. No hay nada más absurdamente antropocéntrico que pensar que vamos a destruir el mundo, cuando lo que en realidad vamos a destruir es «nuestro» mundo. El planeta seguirá adelante después de nuestra auto aniquilación y la vida se impondrá sobre los restos. Pasados unos siglos, que son apenas un suspiro para el tiempo, nuestra memoria se habrá perdido. Ni ceniza quedará. Acaso, sí, el fuego y su asombro.

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