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Norberto Alcover

En aquel tiempo | Las cocinas del odio

Solamente una vez en mi vida he odiado, o mejor, fui vencido por el odio. Quiero decir que fui incapaz de sobreponerme al dolor recibido injustamente y experimenté el deseo interior de acabar con la persona odiada. Acabar socialmente, por supuesto, pero procurar que ella misma experimentara algo semejante al dolor que me había causado. Pasado el momento de tan baja pasión y reconciliado conmigo mismo, descubrí que esa persona no merecía tal actitud de mi conciencia, además de sentirme radicalmente herido por la bajeza moral que me había permitido. Y tuve ocasión de reconocerle en persona hasta dónde había llegado como ser humano y como creyente. Se sorprendió: jamás, me dijo, hubiera pensado tal sentimiento en una persona como tú.

Nunca he olvidado tal lección existencial. Y de ahí mi repugnancia absoluta por quienes por quienes cultivan el odio como bien social. Que los hay. Comprendo todo lo que el corazón humano produce, pero también he aprendido que, en ocasiones, hay que plantarse y decir basta ante un odio que se esparce como lava por las calles y plazas de cualquier sociedad civilizada, a costa de personas relevantes que dicen pretender el bien común desde entrañas enfermas de un odio acendrado y cultivado día tras día. En ocasiones, nos encontramos con «salvadores de la patria» o con «pensadores excelsos» que, desde una prepotencia inhumana, esparcen odio mientras predican reconciliación. Hay que pararles los pies. Democráticamente, por supuesto. Pero pararles los pies.

España vive un tiempo en que parece que todas las causas respetables y constitucionales se exacerban por un odio rampante sin tapujo alguno. Aumentado, en tantas ocasiones, por quienes tenemos el privilegio de informar y opinar, como si la verdad la tuviéramos en exclusiva, incluso argumentando que el hecho de que una realidad se haya producido justifica convertirla, sin más, en materia de noticia y, nada digamos, de noticia argumentada. Un país no puede mirar a los ojos de su propio futuro solamente desde las ópticas permanentemente enfrentadas de sus ciudadanos, en detrimento del bien común. Dicho con mayor claridad, por dura que pueda parecer: la ciudadanía deja de ser ciudadanía cuando acepta alimentarse con el odio de los voceros de la confrontación y, en fin, del odio. Y voceros así pueden ser los ciudadanos de a pie, un educador en su ámbito, un clérigo en sus homilías, un informador en sus textos y palabras, es decir, todo aquel y aquella que en lugar de reconciliar, sencillamente odian y desean el mal descarado ajeno. De esta manera tan elemental, se destruye una ciudadanía, un país, una nación, un estado. Y suele acabarse en un arrebato de dolor propio y ajeno.

Tal odio, en muchas ocasiones, viene alimentado y preparado en las cocinas de una «memoria vengativa». Siempre la memoria es necesaria mientras juega en favor de la justicia y de la libertad, pero cuando se mueve cocinada desde el deseo espurio de la aniquilación del adversario convertido en enemigo irreconciliable, es una memoria enfermiza y llamada a producir nuevo dolor y nuevas lágrimas. En mi caso, de haberme dejado llevar de tal enfermedad jamás hubiera recuperado la paz interior y la reconciliación con los demás. A la memoria hay que ponerle muros de contención y sobre todo contemplarla con la necesaria sutileza intelectual y sensibilidad emocional. De lo contrario, es cocina del odio, sin mayores explicaciones. Pero debe de quedar claro en esta España nuestra que algunos estamos hartos de que, utilizando la «memoria vengativa», se eduquen a las nuevas generaciones en el espíritu de venganza sin objetividad alguna. Somos muchos los que también hemos sido agraviados en otros momentos y procuramos responder a la ofensa con espíritu de fraternidad y de reconciliación. Que se contrasten entre sí los extremistas de todo tipo, pero que a los demás nos dejen en paz, que por eso lucharon y murieron tantos antepasados de cualquier color. «Memoria constructiva» sí, pero una «memoria vengativa», que es la cocina del odio, para nada. La defienda quien la defienda.

Con el tiempo y los años, uno adquiere, en general, mayor sabiduría. Es decir, superior capacidad para abrazar que para agredir, quizás por un instinto invencible de autodefensa. Seguro que sí. Pues bien, los mayores, los viejos, a los que se llama con tanta superficialidad «nostálgicos», tenemos esta sagrada obligación: memorizar para reunir más y mejor las esperanzas de nuestros compatriotas, combatir todo espíritu de venganza y, en fin, eliminar todo conato de odio para construir una España reconciliada de verdad y digna de sí misma. Cuando nosotros mismos seamos memoria, se nos juzgará precisamente por esto.

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