Afganistán fue primera página de la actualidad mundial durante el mes de agosto con la retirada total de las fuerzas norteamericanas de dicho país apenas dos semanas después de la toma de su capital, Kabul, por las fuerzas de los talibanes. Se abre así una nueva etapa de incertidumbre sobre el futuro inmediato del castigado país centro-asiático. Una incertidumbre que, a tenor de la anterior experiencia del régimen talibán hace dos décadas, nos suscita los peores temores.

Las inquietudes que sentimos con el retorno de los talibanes al poder en Kabul se multiplican considerando la historia de Afganistán, su carácter multiétnico y tribal y su condición de encrucijada geopolítica de Eurasia. En efecto, la abrupta configuración geográfica de este mosaico étnico ha hecho que los afganos, salvo durante breves períodos, hayan vivido durante casi un siglo y medio en perpetuo estado de guerra, bien entre sí o bien para sacudirse la dominación de invasores extranjeros. 

Recordemos que. en la segunda mitad del siglo XIX. Afganistán fue pieza central del «Gran Juego» geopolítico mundial, al coincidir sobre su territorio la expansión al norte y al oeste del imperio de la Rusia de los Zares hacia Asia Central, y al sur y al este la del entonces imperio británico en el subcontinente indio. El intento de los británicos de penetrar en Afgánistán se saldaría con la estrepitosa derrota de la, por entonces, primera potencia del mundo.

Y esa misma tónica se repetiría en primer lugar a finales del siglo XX con la malograda invasión por parte de la Unión Soviética y de nuevo, casi ayer mismo, con el fracaso final de la intervención militar internacional liderada por Estados Unidos tras cerca de veinte años.

Los «señores de la guerra»

Debemos recordar también que, más allá de las mencionadas intervenciones militares exteriores, Afganistán ha vivido durante los últimos cincuenta años en estado casi permanente de guerra civil por cuestiones étnicas, ideológicas y religiosas y que, en realidad, casi desde la caída de la monarquía de Zahir Shah en 1973 y del posterior golpe procomunista de 1978, el gobierno nominal de Kabul nunca llegó a controlar la totalidad de un país fragmentado por escarpadas cordilleras y profundos valles, con apenas comunicación entre sí, a la que se añade la atomización étnica y tribal que favoreció siempre a los denominados «señores de la guerra», autócratas tribales tan escasamente cultivados como crueles.

Los llamados «muyahidines» –o combatientes de la fe islámica– habían encontrado apoyos externos –principalmente saudí, pakistaní y norteamericano– para combatir al régimen comunista de Kabul a finales de los 70 y a lo largo de los años 80, y, a pesar de sus tensiones faccionalistas, lograron expulsar a los invasores soviéticos. Pero lejos de acordar entre sí un proyecto de recconstrucción política, económica y social, los dirigentes muyahidines y los distintos «señores de la guerra» –Gulbuddin Hekmatyar, Ahmed Shah Massud, Abdul Rashid Dostum, Ismail Khan, Abdul Rasul Sayyaf, y otros– se enzarzaron entre sí, haciendo imposible todo proyecto de gobernabilidad.

En este enrarecido ambiente, y con la violencia extendida por doquier, surgió en Kandahar el movimiento de los «talibanes», o estudiantes del islam. Bajo la protección de los servicios de inteligencia pakistaníes, los talibanes desarrollaron una potente ofensiva que les llevó a tomar el poder en Kabul en septiembre de 1996.

El regreso de los talibanes

Lo demás es ya conocido. La alianza entre los talibanes y la organización islamista radical Al Qaida de Osama Bin Laden dio lugar a los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra los Estados Unidos, y a la posterior intervención internacional que, tras apenas dos meses de guerra, derrotó y expulsó a los talibanes del poder.

Lamentablemente esta intervención internacional, realizada (a diferencia de lo que pasaría dos años después en Irak) al amparo de las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ha concluido casi veinte años después con un clamoroso fracaso, con el retorno al poder de los talibanes y con la sensación que tenemos quienes de una manera u otra tomamos parte en esa empresa de que todo lo que allí hicimos puede no haber servido para nada…

Pero, aun afrontando la inevitable sensación de fracaso, no deberíamos dejarnos llevar por el derrotismo y por la frustración. Hemos comprobado ciertamente que se cometieron muchos errores, y en ocasiones también excesos difícilmente justificables en materia de lo que eufemísticamente se denominan «daños colaterales», y que no son otra cosa que el dolor indirectamente causado a seres humanos pacíficos e inocentes, que nunca puede ni debe justificarse. 

Pero eso no quiere decir que, ante la constatación de este fracaso, debamos reaccionar quedándonos de brazos cruzados, inactivos e impasibles ante el dolor que padecen hoy mismo tantas afganas y tantos afganos. Y de manera muy especial las mujeres y las niñas, que ven como de nuevo se ponen en peligro sus derechos fundamentales más básicos.

Sin merma alguna del derecho a la seguridad y a la necesidad de defendernos frente a cualquier tipo de ataques terroristas, lo cierto es que la patética situación que vive hoy el pueblo afgano debería ser un llamamiento a quienes en todas las partes del mundo defendemos la primacía de los derechos humanos de todos y de todas, sin excepciones ni discriminaciones.

Y en este sentido, con la satisfacción de ser socio de la sección española de Amnistía Internacional, no puedo por menos que reiterar aquí el llamamiento de nuestra organización a la comunidad internacional –y de manera muy particular a las Naciones Unidas– para que, en esta primera fase, se garantice la protección, el paso seguro y la evacuación, en su caso, de los y las defensores de derechos humanos y de otras personas en riesgo, como periodistas, académicos, activistas por los derechos de la mujer, legisladores y miembros de las minorías étnicas y religiosas.

Posteriormente deberemos prestar atención a la evolución de la situación sobre el terreno –muy incierta en estos días– y ejercer presión por todos los medios posibles para que los Estados y gobiernos faciliten asilo y protección internacional a las afganas y afganos que lo precisen, y se eviten las repatriaciones forzadas.

A más largo plazo –pero también desde ahora mismo– deberemos vigilar para que, más allá y por encima de sus rivalidades geopolíticas, los Estados vecinos de Afganistán y las grandes potencias regionales y mundiales colaboren sincera y eficazmente para hacer de ese país tan castigado un territorio seguro y pacífico, donde sus habitantes puedan desarrollar sus vidas en un clima de armonía social y de bienestar económico del que la violencia y la guerra les han privado durante tanto tiempo.

¡No olvidemos Afganistán!

(*) Este artículo fue publicado en la web de Amnistía Internacional.