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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Otra vez

Una sala anodina, una persona atendida en una residencia y un familiar. Son los treinta minutos de la visita semanal. Sé lo que siente ese familiar y no lo quiero olvidar

Otra vez

Con la nueva ola, y ya van cinco, aparecen fotos en portadas que son un déjà vu. Una ventana, una persiana entreabierta, unas cortinas a medio correr y la silueta de una persona mayor mirando al exterior con ojos inexpresivos y ausentes. La otra imagen que vuelve para remover nuestras conciencias es la de una sala de visitas. Un espacio inmenso, anodino y sin mobiliario y dos personas a varios metros de distancia. El anciano y su familiar. Las residencias, otra vez.

Sé cómo se siente ese hijo sentado delante de su padre. Sé lo que significa no verle durante días y las video llamadas a media tarde, justo después de la merienda del yogur con galletas. Conozco los nervios e inquietud del momento de la visita. El runrún mientras espera, ver su silueta acercarse empujado por un auxiliar. No hace falta que me lo explique. Sé lo que siente ese familiar que está a dos metros de distancia, durante treinta minutos, y que es incapaz de escuchar la voz de su padre porque la mascarilla es una barrera infranqueable. Entiendo su angustia al comprobar que ha perdido peso y que está más ausente que la última vez. Me solidarizo con su sentimiento de culpa por dejarle allí. Sé cuántas veces ha barruntado y calculado qué tendría que hacer para llevárselo a su casa. Le entiendo, de verdad que lo hago.

Sé que mientras le mira cómo se toquetea una uña, piensa en cómo podría hacerlo para llevárselo a casa. Cómo reformar el baño, organizar que todos los hijos duerman en una habitación, los ajustes familiares y los extras que tendrá que hacer para poder pagar a alguien en quien confíe y le ayude en los cuidados. Y sé que, a pesar de devanarse los sesos y de la buena intención, en ocasiones, no puede ser. Y se despide de él y vuelve al coche sabiendo que ésa es la opción. Pese a que un día se prometió que no llevaría a quien quiere a una residencia. Pese a que sabe que ésa no es la vida que le gustaría tener. Pese a todo, le deja.

Y maldice el sistema. Un sistema que no facilita alternativas satisfactorias y asequibles para los mayores dependientes. Que no parte de la premisa de que deberían poder quedarse en su casa y disfrutar de un desarrollo social. Que deberían ser atendidos por una red de profesionales que no les infantiliza y que les respeta por quienes son y han sido. Tras la frustración, aparece la determinación de cambiar las cosas, porque algo hay que hacer, pero el tiempo pasa y, un día, el padre muere. Y pese a que sabe que el modelo de atención a mayores debe remodelarse y es una asignatura pendiente, ya no lo vive en primera persona y, por eso, su ansia por cambiar las cosas se enfría. Y nada cambia, pero debería hacerlo. Aunque sea por egoísmo.

Cómo cuidamos hoy a nuestros mayores condiciona nuestro futuro. El sistema que construyamos hoy será el que nos protegerá mañana. Los padres y madres han cambiado el mundo por sus hijos. Han mejorado la educación, la atención a las personas con alguna discapacidad o enfermedad. ¿Estamos los hijos a su altura? Las imágenes en las portadas nos lo recuerdan. Otra vez.

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