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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza | Un marrón

Cuando la semana pasada recibí una carta de la consejería de Sanidad, me emocioné como si hubiera recibido la postal de algún guapo que hubiera conocido tiempo atrás cruzando el Amazonas. Pensaba que, por fin, me citaban para vacunarme. Debía ser ya el único ser humano cuerdo de mi quinta pendiente de vacuna. Que pareciera negacionista, pero no. O sea: no negacionista, lo cual es una redundancia. O una paradoja. O en lógica clásica, una doble negación. Ya saben: «la negación de la negación de una proposición p, equivale a p». ¡Pero yo no soy p! Todo lo que soy es un humilde caso complicado para el sistema. Lo de ser una ibicenca con domicilio fiscal en Mallorca y residencia en Madrid, que hace que se te rifen para solicitar el voto o para recaudar impuestos, pero en otras labores, no saben, no contestan, todos nuestros operadores están ocupados, manténgase en línea o llame más tarde, cuelgan y vuelta a empezar. Pero fue abrir aquella carta con membrete oficial y exclamar: «Mierda». Y créanme que literal, porque la carta era para invitarme a participar en un estudio de heces en un programa de detección de una fea enfermedad. A ver… ¿cómo explicarlo en el contexto? Por un lado, debería tranquilizarme la evidencia de que, a pesar de no existir para las webs de autocita y la app de cita previa, vaya que sí existo en sus sistemas de salud. Ahí estaba mi nombre al completo y en las líneas siguientes, al completo, mi dirección. Por otro lado, cuando una sueña con ser miembro de un jurado o participar en una investigación, lo hace pensando en las películas y esta puñetera realidad empeñada en superar siempre a la ficción. ¿Por qué no me convocan para un estudio de sueño, por ejemplo? Lo bordaría. ¿Por qué no invitarme a probar una crema de esas carísimas, con veneno de serpiente o baba de caracol? Pero no. Para recolectar cagarrutas y guardarlas en un tarrito en el estante de la nevera, entre el yogur griego y el provolone. El último sitio donde las querríamos ver.

Ahí seguía, petrificada releyendo la carta que, por muy guapo que fuera el guapo, no me imagino manteniendo tal nivel de atención. Y pensando. Todos aquellos pensamientos también merecían ser objeto de análisis. Ojo, que ponía que el estudio duraría veinte años. ¡Veinte años! ¡Qué responsabilidad! Ni sumando todos mis matrimonios he alcanzado semejante nivel de compromiso. ¿Quién en su sano juicio se ofrece a embutir botes de boñigas durante veinte años? Voluntariamente. Sin adolecer ni tener remotamente un conocido padeciendo una enfermedad. ¡Y madrugar! No obligado por la nómina, o para irte a un aeropuerto, sino porque las analíticas las plantan a traición. A esas horas en las que saben que uno, medio dormido y en ayunas, no puede defenderse de las jeringas. Según qué horario pongan ni siquiera me veo capaz de garantizar que sepa ir de cuerpo. Que no lo tengo acostumbrado. Y la presión de que hay unos plazos que cumplir. Y lo difícil que es evacuar cuando hay alguien mirando. Aunque sea un bote vacío en este caso. De verdad, que no, no lo veo. Pero, por otro lado, ¿cuántos de los tratamientos que tenemos en los botiquines y nos salvan no habrán sido posibles gracias a las excreciones de ciudadanos anónimos y generosos, que entregan sus plastas solo por el placer de dar? A ver, no se trata de que no lo supiera hacer. Ser madre de familia numerosa implica un máster en lidiar con cacas y hasta recolectarlas. ¿Y cuando volví de Nepal con aquella infección que se extendió semanas? El médico me tuvo llevando botes lo menos un mes. El buen doctor que pensaba que era ébola. Pero no. Así que ni siquiera sería mi primera vez. Aunque reconozcamos que no es lo mismo, que aquello fue pura supervivencia. Seguro que a estas cosas solo dicen que sí los hipocondríacos. Si es así, el resultado final detectará o no, curará o no la enfermedad, pero estará falto de alegría. 20 años analizando muestras de excrementos temerosos y sin sentido del humor supondrían un evidente sesgo muestral. Un golpe terrible para la ciencia.

No los mantengo más en suspenso. Por supuesto que dije que sí. Porque servidora es de divagar, pero también de tender una mano o… lo que requiera la causa. Que no todos los héroes llevan capa; algunos lo que llevan son tarros de muestras. Y este año ha evidenciado que la deuda histórica que tenemos con nuestros sanitarios y nuestros científicos merece mucho más que aplausos. Yo, puestos a pedir, preferiría para ellos contratos fijos y sueldos dignos, pero apenas puedo darles apoyo y si, además de apoyo, me piden heces… No voy a andarme de exquisita. Tengo más. Y tampoco es que le dé un gran uso. Además, con la suerte que tengo, seguro que el técnico de laboratorio que las recoge ataviado con dos pares de guantes es guapísimo e impresionado por el material, quiere saber más de mí; una cosa lleva a la otra y quizá, hasta un día… me envía una postal cuando ande —sana y salva — cruzando el Amazonas.

@otropostdata

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