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Daniel Capó

La subida de impuestos

La gran expansión presupuestaria que vamos a disfrutar en estos próximos años, y que se extenderá seguramente a lo largo de toda la década, va a traer consigo una inusitada subida de impuestos. No hay dinero gratis y la generosidad en el gasto exigirá recortes (algunos, y a largo plazo, como en el caso de las pensiones) y, sobre todo, será preciso un nuevo marco fiscal que modere el déficit público y reduzca la presión sobre el endeudamiento. El gobierno se ha puesto manos a la obra convocando a un grupo de expertos que deberá diseñar la fiscalidad de las próximas dos décadas, la cual parece llamada a competir menos por la vía de las rebajas que por la de la ampliación de los recursos a las políticas públicas. Se habla de reformar en profundidad el impuesto de sociedades; armonizar territorialmente Patrimonio, Sucesiones y Donaciones; introducir impuestos verdes; eliminar bonificaciones; y subir el IVA, al menos en aquellos productos donde se aplica el reducido. El objetivo, según ha calculado el gobierno, consiste en disminuir la brecha que nos separa del resto de países de la Unión Europea y que se puede cifrar en unos ochenta o noventa mil millones de euros. Su éxito dependerá de si, al final del camino, las inversiones públicas se traducen en más empleo de calidad y, sobre todo, en una mayor productividad general que impulse el crecimiento económico. A favor de esto último, se encuentra la revolución tecnológica en marcha que, teóricamente, debería suponer un alza de la productividad según se vayan implementando estos avances (un especialista como Robert J. Gordon hablaba recientemente de un incremento previsto de un 0,3 % anual sólo como consecuencia del teletrabajo y el comercio electrónico). Sin duda es todavía pronto para saberlo. Y, por supuesto, no todos los países ni todas las regiones aprovecharán en la misma medida este nuevo escenario.

Naciones con un alto capital humano y un amplio tejido industrial deberían salir –en principio– beneficiadas, frente a otras –como es el caso de España– donde se ha impuesto un modelo de empresa extractiva, intensiva en mano de obra y de bajo capital humano. La desertización industrial del país –acelerada en las últimas tres décadas– supone una de nuestras principales carencias. No sólo por lo que implica a la hora de que no se tomen las decisiones aquí, sino sobre todo porque la industria desempeña un papel formativo de primer nivel, además de constituir una punta de lanza de la innovación. En las sociedades abiertas, la escuela, la industria y los laboratorios se engarzan y cooperan creando círculos virtuosos, como se puede observar en los principales clusters de innovación. 

Tras malgastar estas primeras décadas de integración europea, España deberá iniciar de nuevo la construcción de un modelo productivo razonable, competitivo y social y territorialmente equilibrado. Y, con el endeudamiento y el envejecimiento demográfico actuales, cualquier error se pagará caro en términos de solidaridad intergeneracional. Al igual que la expansión fiscal, el alza de impuestos ha llegado para quedarse. Pero, si no somos capaces de crear sinergias generosas entre los distintos actores implicados, el deterioro de los indicadores económicos proseguirá su camino tras el espejismo favorable de los primeros años. Y la brecha entre una Europa próspera y otra decadente no haría sino acrecentarse.

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