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Daniel Capó

LAS CUENTAS DE LA VIDA

Daniel Capó

Gasto público al alza

El mundo dice adiós a la austeridad presupuestaria

A principios de los años ochenta, Reagan y Thatcher pusieron en solfa la bondad de las grandes políticas públicas impulsadas por el Estado. Los setenta, con la crisis del petróleo y la hiperinflación, habían acabado con el optimismo económico de las dos décadas anteriores. Si Eisenhower, un presidente republicano, había levantado la enorme red de autopistas que cruza el país y Lyndon B. Johnson, demócrata, inició lo que entonces se denominó la «guerra contra la pobreza», los nuevos tiempos hablaban –con razón o sin ella– de la esclerosis de la administración, el estancamiento de la productividad, el desmesurado esfuerzo fiscal y el alto desempleo. Con la fuerza de un vendaval, una nueva ideología –a la que se llamó «neoliberalismo»– inició una serie de reformas destinadas a reducir el Estado o, al menos, a ponerlo bajo sospecha. Era preferible bajar los impuestos a subirlos, flexibilizar el mercado de trabajo a regularizarlo en exceso, liberalizar los horarios comerciales a intentar ajustarlos a los intereses de los trabajadores, privatizar la administración pública a contratar a más funcionarios, entregar la sanidad y la educación a empresas privadas a reforzar los modelos públicos y así un largo etcétera. Por supuesto, se pueden discutir los aciertos y los errores del reaganismo; pero este no es el lugar ni el momento para hacerlo. Me interesa señalar la tendencia que se impuso en aquellos años, más que juzgar sus resultados.

Gasto público al alza. ILUSTRACIÓN INGIMAGE

Cuatro décadas más tarde, sin embargo, esa corriente parece haber revertido. Una cultura de la austeridad en las cuentas públicas ha dado lugar a otra que aplaude abiertamente el déficit público y el endeudamiento para estimular el crecimiento económico y el pleno empleo. Con todos sus matices, el ejemplo europeo, que ha pasado de enfatizar los recortes presupuestarios en 2008 a impulsar un amplio programa de inversiones en todo el continente, ilumina este cambio de orientación. Más impactante aún es la apuesta por el gasto público en los Estados Unidos, primero con la administración Trump y ahora, muy ampliada, con el presidente Biden. Si se aprueba finalmente el plan de infraestructuras (cercano a los tres billones de dólares, que se invertirían en los próximos ocho años y se sumarían al plan anterior de transferencias directas a las familias), hablaríamos de una magnitud superior al quince por ciento del gigantesco PIB estadounidense. Sólo en infraestructuras, The New York Times hablaba de mejoras en veinte mil millas de carreteras, del arreglo de diez mil puentes y de una inversión de aproximadamente ochocientos mil millones de dólares en energía sostenible y vivienda. Una cantidad similar se asignaría a la industria y al I+D. Son cifras que impresionan y que, de aprobarse, están llamadas a cambiar el rostro de los Estados Unidos.

El retorno de la expansión presupuestaria invita a cierto optimismo en Europa porque, si por algo se caracteriza nuestro continente, es por planificar y ejecutar lo público mejor que el mundo anglosajón. Nuestras infraestructuras en general son mejores y, sobre todo, más económicas. Hasta qué punto estos años de abundancia fiscal beneficiarán a la ciencia, la competitividad, la reindustrialización y el bienestar colectivo es la pregunta clave que debemos hacernos si no queremos perder la oportunidad de modernización que brindan los nuevos aires de la Unión.

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