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HOJA DE CALENDARIO

Pedro Villalar

Felipe de Edimburgo

La muerte con casi cien años de Felipe de Edimburgo, el esposo desde 1947 de la también longeva reina Isabel de Inglaterra, ha sido encajada con un respeto reverencial y conmovedor por la opinión pública británica, que ha dejado momentáneamente sus múltiples rencillas y diferencias —ideológicas, territoriales, políticas— para rendir tributo masivo a este personaje que ha sido herramienta fundamental de la Monarquía durante más de setenta años, báculo de la jefatura del Estado, representante caracterizado del anglicismo, símbolo de una pertenencia y de una ilación histórica.

Lo más sorprendente de la reacción al luctuoso suceso ha sido la espontaneidad. No ha habido convocatorias ni llamadas: la ciudadanía ha lamentado sinceramente el óbito, se ha sentido abarcada por él, en algo muy parecido al reconocimiento de su propia nacionalidad. Que no es agresiva sino vivencial y geográfica, y que forma de algún modo un solo tronco existencial, plural y diverso, amparado por la solvencia de la vieja democracia británica.

Felipe de Edimburgo no fue un hombre perfecto. Tuvo sus más y sus menos con la prensa, cometió errores abultados que se interpretaron como un poso racista... pero fue fiel a su misión, jugó con elegancia el juego que el destino le había deparado, contribuyó a fortalecer los cimientos de una institución cuya estabilidad apenas se cuestiona en el Reino Unido. Cada cual debería extraer del caso sus propias lecciones.

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