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Ambiente pijo

Miedo en la mansión

La única forma de viajar estos meses ha sido con las novelas. También el único modo de asomarnos a otras vidas

Se nos dijo que nos quedáramos en casa y que esta crisis nos afectaba a todos por igual. Y no se nos escapó la risa. Decir eso es como asegurar que la pérdida o robo de un billete de 20 euros afecta igual a Amancio Ortega (o a Dembelé) que al tipo que sale de la cola del INEM. Igualito que soltar que una tormenta moja de la misma forma a quien se cruza la ciudad dentro de un 4X4 que al que la transita a pie y sin paraguas.

En el clímax del primer confinamiento, cuando todos horneábamos bizcochos (¡la levadura no es tan democrática!), fregábamos con lejía los envases de pasta y bebíamos para olvidar, muchos famosos, tan aburridos como el resto, se grabaron en sus mansiones. Al principio, esos vídeos se encajaron como una muestra de humanidad y cercanía, pero a medida que avanzaba la pandemia y menguaba la excitación de la novedad empezamos a fijarnos menos en los bizcochos y más en sus casas: zonas ajardinadas, barbacoas versallescas, parqués nobles tamaño Boston Garden, pasillos de Terminal de Aeropuerto y bañeras como piscinas olímpicas.

Y, aunque diera rabia, no apartábamos la mirada. Así como la gente humilde enseña cada rincón de su casa (el lavadero, ese ‘baño’ donde solo cabe una fregona de pie), la adinerada no tiene la necesidad de hacerlo, salvo previo cheque de una revista del corazón. Eso siempre ha disparado nuestra imaginación, pero lo hace todavía más ahora. Si no puedes salir de un sitio, el tamaño de ese sitio importa: había gente aplaudiendo a los sanitarios desde la ventana (porque ni balcón tenían) y miserables golpeando cazuelas por la libertad (¡las restricciones los asfixiaban!) en fincas de varias hectáreas.

La única forma de viajar estos meses ha sido con las novelas. También el único modo de asomarnos a otras vidas desconocidas. Y por eso me ha parecido curioso disfrutar, durante la misma semana, de dos nuevas novelas ambientadas en urbanizaciones pijas.

La mexicana Fernanda Melchor ha dirigido su prosa huracanada y en llamas hacia Paradais (Literatura Random House), nombre de un conjunto residencial de lujo. Allí, un adolescente inadaptado, una especie de volcán de acné, grasa y líbido, sueña con conocer (bíblicamente) a una vecina madura y bebe con el jardinero de la urbanización, que limpia unas piscinas que jamás estarán tan turbias como su vida.

El barcelonés Toni Hill, maestro de la tensión en el relato y de la trama poliédrica, se ha centrado en otra urbanización similar en Catalunya, donde aparece, de repente, una plaga de papelitos con el mensaje «¿Quién mató a Teresa Lanza?» La muerta es una joven hondureña que limpiaba las mansiones, pero en esta novela (El oscuro adiós de Teresa Lanza), editada por Grijalbo, también hay jardineros y personajes a los que solo se les permite pisar determinados hogares para servir en ellos. A veces, incluso, se les recibe demasiado bien: «No quieren ensuciarse las manos y por eso nos dejan entrar en sus viviendas. Sus remilgos son nuestra fuerza (…) Prefieren tratarte como a un miembro de la familia. Si eres ‘uno de ellos’, ya no están relegando sus responsabilidades en un extraño y se sienten menos culpables».

No despejaré más secretos. Diré, claro, que la vida no es como una novela de misterio inglesa: el culpable no es siempre el jardinero o el mayordomo. Y que estas historias llegan en el mejor momento: podemos ver esas casas y podemos seguir felices en las nuestras, donde hay menos espacio, pero también menos posibilidades de que nos metan cicuta en el Cola-Cao, nos apuñalen en la ducha o nos ahoguen con un bolso de Tous durante la siesta.

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