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Polvos y lodos Fin de los ERTE, ¿y ahora qué?

El 17 de marzo tras la declaración del estado de alarma, estando la ciudadanía perpleja y en «shock», el Gobierno promulgó el RDL 8/2020, instaurando la figura del ERTE por fuerza mayor, dirigido a paliar las consecuencias económicas derivadas de esa declaración y las medidas de confinamiento adoptadas.

Gran número de empresas, especialmente en Balears, se acogieron a la suspensión temporal de los contratos de trabajo y reducción o bonificación de las cotizaciones de la SS. Hubo un consenso unánime favorable a la adopción de esa medida que tenía por finalidad tanto preservar el empleo como permitir la pervivencia de las empresas que conforman el tejido productivo.

Todo fue repentino e inmediato, no hubo tiempo para disquisiciones jurídicas ni labores hermenéuticas; era «subirse al carro o morir». Desde la concesión del ERTE, como dijo Julio César tras cruzar el río Rubicón, alea iacta est, las empresas que se acogieron a los mismos sellaban un pacto con la Administración, marco que se ha ido modificando o interpretando, obligando a los agentes económicos a adherirse a esos cambios ya que la situación económica no les facilitaba otra opción; no olvidemos que «la nueva normalidad» fue un espejismo, una ilusión, palabrería, una frase pomposa y hueca.

Y ahora, cuando el fin de los ERTE se aproxima y las empresas no están en condiciones de asumir ni los salarios ni las cargas sociales de una plantilla que estará, en gran parte, inactiva, se avecinan las sorpresas o los «deberes» inicialmente soslayados, y en concreto el cumplimiento del compromiso de garantía en el empleo -es decir, la prohibición de despedir- por un plazo de 6 meses; y más concretamente, las consecuencias que pueden derivar del incumplimiento de dicho compromiso.

En este contexto, el pasado 6 de diciembre, la Dirección General de Trabajo del Ministerio, en una resolución muy técnica ha exteriorizado el criterio de la Administración que no es otro que las empresas que incumplan el compromiso de mantenimiento de empleo durante el plazo de seis meses deberán reintegrar la totalidad de las cuotas que hubiesen dejado de ingresar, al margen del número de trabajadores afectados por el incumplimiento.

O lo que es igual, si una empresa, había presentado un ERTE que afectaba a 100 trabajadores y despide a uno solo durante este lapso de seis meses, deberá reintegrar las cuotas bonificadas correspondientes a la totalidad de la plantilla afectada por el ERTE, esto es, de los 100 trabajadores.

Si bien la norma, cuya redacción es muy deficiente técnicamente y funesta en sus consecuencias, permite sostener la interpretación que hace el Ministerio, existen argumentos fundados y solventes que permiten defender lo contrario.

En efecto, el precepto alude a que el incumplimiento del compromiso de mantenimiento de plantilla da lugar al reintegro de la totalidad del importe de las cotizaciones de cuyo pago resultaron exoneradas, pero no dice si ello se refiere únicamente a los trabajadores respecto a quienes se incumple esa obligación o alcanza a toda la plantilla afecta al ERTE. A falta de esa precisión normativa, el más básico sentido común y criterios de proporcionalidad obligan a considerar que la obligación de reintegro debe limitarse a las cotizaciones o bonificaciones de los trabajadores respecto a quienes no se ha respetado el compromiso de mantenimiento de plantilla; interpretarlo de otra forma es un sinsentido.

No debe ser óbice a ese entendimiento el hecho de que esa norma prevé que, si la empresa está en riesgo de concurso de acreedores, puede excepcionar esa situación para no reintegrar las bonificaciones. Ese razonamiento sería tanto como alentar a las empresas a instar un concurso de acreedores para soslayar ese deber de reintegro.

En definitiva, o se fijan criterios claros, razonables y proporcionados sobre el alcance de la obligación de reintegro de las bonificaciones obtenidas con los ERTE, limitándolas a las correspondientes a los trabajadores respecto a quienes no se respeta el compromiso de mantenimiento de empleo, o que se vayan preparando los Juzgados Mercantiles para una avalancha de solicitudes de concurso de acreedores.

Para terminar, la pregunta del millón, ¿por qué? La respuesta, en nuestra opinión, es clara. Al margen de un permanente afán recaudatorio, cabe preguntarse ¿quién está dispuesto a avalar la bondad de los despidos que se aproximan? Está claro que los políticos no quieren pagar la factura, en forma de desgaste, que generará esa situación; pero es preciso que esos mismos políticos recuerden que sin empresas no hay empleo y si los poderes públicos no proveen soluciones normativas a problemas generales, la bancarrota está garantizada y la desaparición de esas empresas será inevitable, y la polvareda se convertirá en lodazal.

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