Diario de Mallorca

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Entre todos los países que aseguran otorgar la presidencia a quien eligen los ciudadanos, los Estados Unidos son los que más se acercan al ideal proclamado. Bien es cierto que su complejo mecanismo electoral quita fuerza a la idea de que son los votos sumados de todos los ciudadanos los que deciden quién se hará con el poder. Se ha recordado hasta la saciedad que Donald Trump sacó menos votos en total que Hillary Clinton. Pero al elegir de forma directa al presidente y limitar las opciones a sólo dos se difuminan las componendas que, en países como el nuestro, conducen al sillón presidencial por medio de alianzas y compromisos que no tienen nada que ver con la voluntad ciudadana.

Como martes siguiente al primer lunes de noviembre en año electoral, hoy se vota en Estados Unidos con unas encuestas que dejan en peor lugar a Donald Trump que las de hace cuatro años. Pese a tales sondeos, la sensación es de incertidumbre. Y no tanto porque los encuestadores no sepan hacer su trabajo sino porque desde hace cuatro años al menos se ha colado un gusano que devora la credibilidad de las elecciones democráticas: la capacidad de controlar las redes sociales. El diario El Mundo publicó la tercera entrega de un informe que, bajo el título de Barras y estrellas, analizaba cómo la empresa Cambridge Analytica puso en marcha durante la campaña electoral anterior, la que enfrentó a Clinton y Trump, un complejo entramado de noticias manipuladas –fake news– que se personalizaban para cada ciudadano merced al retrato de sus preferencias sacado de los datos que se introducen de forma voluntaria en Facebook. Por ejemplo, a quien se autoproclamase a favor de la caza, se le hacían llegar informaciones falsas sobre proyectos de ley (inexistentes) de Hillary Clinton para limitarla.

Algo así cuesta muchísimo trabajo y aún más dinero pero, en un mundo dominado por las redes sociales, supone una herramienta capaz de decantar hacia uno u otro lado ese porcentaje mínimo de votos que es el que, al cabo, decide los resultados electorales. De tal suerte el paradigma de lo que es la elección directa y simple del presidente como resultado de la voluntad popular queda tergiversado. Pero si eso sucede mediante mecanismos muy simples, ¿qué cabe decir de un procedimiento indirecto, la investidura en las Cortes, a partir de las negociaciones de los diferentes grupos y mediante compraventas de los apoyos que afectan ya sea a los presupuestos generales del Estado, a las competencias autonómicas, a las alianzas en instituciones regionales y municipales o, incluso, a los posibles cambios en la Constitución? ¿Se incluyen alguna vez semejantes pactos, o la confesión de pretender hacerlos, en los programas electorales? ¿Se airean en los debates? ¿Se les consultan a quienes votaron a cada partido? Si la democracia estadounidense se está desplomando, la nuestra lo ha hecho ya.

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