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El dedo acusador

El 18 de diciembre de 1988, en Ann Arbor, Joseph Brodsky pronunció el discurso de graduación para la promoción de otoño de los estudiantes de la Universidad de Michigan. Brodsky había nacido en Rusia cuando era la URSS, pero fue expulsado por escribir poesía “pornográfica y antisoviética” y por ser un “parásito social”. Primero sufrió un destierro a las remotas tierras del Ártico y luego fue ingresado dos veces en un psiquiátrico para disidentes, hasta que las autoridades soviéticas lo metieron en un avión y le dijeron que no volviera nunca más. Eso fue en 1972. Enseguida, Brodksky encontró refugio en la Universidad de Michigan, donde primero fue poeta en residente y luego logró un puesto permanente de profesor. Con el paso de los años, sus extraordinarios discursos de graduación para sus alumnos se convirtieron en una de las más hermosas tradiciones de la universidad. El mejor de sus discursos, sin duda, fue el que dio aquel día de diciembre de 1988 (la gran Maria Popova lo considera el mejor discurso universitario de todos los tiempos). Ese discurso tiene ya cuarenta años y fue pronunciado en una época bastante distinta de la nuestra -acababan de aparecer los CDs y los ordenadores eran aún muy primitivos-, pero Brodsky parecía estar hablando ya de nuestra época, la época de la queja continua y del narcisismo exacerbado y de las redes sociales en las que todo el mundo lloriquea y se hace pasar por víctima de alguna humillación o injusticia o agravio (casi siempre inventado).

“De todas las partes de tu cuerpo, ten mucho cuidado con tu dedo índice, porque está ansioso por echarle la culpa a alguien”, les dijo Brodsky a sus alumnos durante su discurso (un discurso que probablemente hoy ningún profesor se atrevería a dar). Brodsky se daba cuenta de un proceso que hoy en día se ha hecho evidente, pero que en aquel momento (recordémoslo, en el año 1988) todavía no se había convertido en una tendencia imparable en nuestra sociedad: el proceso por el cual toda víctima -o mejor dicho, toda persona que se cree víctima de algo- acaba buscando un culpable al que echarle la culpa de su supuesto mal, sin importarle si ese culpable era real o imaginario, creíble o por el contrario absolutamente inverosímil. “Por muy desesperada que sea la situación en que vives -continuaba Brodsky-, procura no echarle la culpa a nada ni a nadie: ni a la historia, ni al Estado, ni a tus superiores, ni a tu raza ni a tus padres, ni tampoco a las fases de la luna ni la forma en que te han enseñado a usar el orinal… Desde el momento que empiezas a culpar a alguien, ya estás poniendo en peligro tu determinación para cambiar las cosas; e incluso se podría llegar a pensar que ese dedo acusador se mueve en tantas direcciones y de forma tan frenética porque nunca ha sentido el impulso de ponerse a combatir la injusticia”.

Pocas veces se ha planteado de una forma tan nítida eso proceso mental que primero nos lleva a sentirnos víctimas de algo y que inmediatamente nos impulsa a acusar a alguien con nuestro dedo índice, ese dedo acusador que nos llena de satisfacción moral por creernos a la vez víctimas y justicieros, curas y policías, médicos y enfermos. En 1988 no era lo habitual acusar a nadie de los problemas de uno mismo, pero algo debía de estar cociéndose en las universidades americanas para que Brodsky incluyera estas reflexiones en su discurso de graduación. Hoy en día, dada su fama de persona que hablaba sin pelos en la lengua (para ello se había pasado su juventud desterrado en el Ártico y confinado en un psiquiátrico), Joseph Brodsky tendría serios problemas para enseñar en las universidades donde los alumnos crean sus “espacios protegidos” y se sienten con derecho a señalar con el dedo acusador a cualquier persona que diga algo ligeramente inapropiado. En 2019, la persona señalada con el acusador dedo índice de las supuestas víctimas sería él mismo, el profesor Brodsky. Brodsky murió aún joven, a los 54 años, de un infarto fulminante como fumador compulsivo que era. Pero de alguna forma ya sabía que los hijos de aquellos estudiantes que le escuchaban con atención serían alumnos muy distintos de cómo eran sus padres.

Y ahí tenemos ahora el dedo acusador, moviéndose frenético por todas partes, acusando y acusando sin parar por cualquier cosa que resulte incómoda o inapropiada: los vientres de alquiler o los profesores que enseñan temática LGTBI, las derechas (el trifachito) o las izquierdas (los vendepatrias), la pornografía o los turistas, el heteropatriarcado o el fin de la cultura occidental… Miremos donde miremos, sólo hay dedos acusadores. Dedos histéricos, furiosos, vociferantes. Dedos permanentemente escandalizados. Dedos que reclaman castigos. Dedos, en el fondo, que disfrutan gritando pero que jamás harán nada real para evitar las injusticias de verdad.

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