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La mirada de Lúculo

Una copa de burdeos a la salud de los húsares

Una copa de burdeos a la salud de los húsares Pablo García

El escritor y extraordinario cronista francés Bernard Frank era, además de un ser elegante y muy instruido, un hombre singular. Murió en París de un infarto en la madrugada de un sábado 4 de noviembre de 2006 mientras se encontraba en la sobremesa de una cena que se alargó en compañía de un amigo cardiólogo en el restaurante corso de su barrio, que frecuentaba habitualmente. En 1984 había escrito: «Un corazón que falla es una muerte hermosa». No falló la justicia poética en el último acto porque, como su biógrafa Martine de Rabaudy se encargaría unos años más tarde de contar, morir en la mesa podría considerarse un accidente de trabajo para los que, al igual que él, eran referentes de la crónica gastronómica en aquel momento. Por algo, Libération tituló su obituario: «Bernard Frank mort chronique».

Las mujeres, la literatura y en cierto modo la bebida fueron su vida. En los dos primeros casos no se puede establecer un orden: eran las mujeres para vivir la literatura, y la literatura para conseguir las mujeres. La comida, los vinos, los cigarrillos Craven A, y el whisky Haig en Normandía junto con Françoise Sagan, que murió dos años antes, y se puede considerar la gran amiga de su vida, significaban la tercera vía de escape placentera para alguien que jamás cedió a los sentimientos, a los que tenía por una broma. El poeta y ensayista Claude Roy lo vio claro; en ese sentido existían dos escritores ingleses en Francia, Diderot y Bernard Frank. A su vez, Frank admiraba por encima de cualquier otro al crítico literario Cyril Connolly, un británico francófilo, excéntrico y neurasténico, poseedor como él del humor devastador de los escépticos. Y también al igual que él, un perenne hombre niño. «La infancia es una trampa. Si no hubiera infancia, nadie aceptaría vivir esta vida estúpida que es la vida de un hombre», dejó escrito.

En sus años de cronista, mantuvo una conversación única e ininterrumpida con el tiempo, un diletantismo, una admirable despreocupación de altos vuelos, un poco en la tradición de Montaigne o Diderot; la inevitable cortesía de esa inteligencia culta y burguesa que te acoge y mece con interminables digresiones, y una obra de miniaturista absolutamente asombrosa. Fue un maestro literario en el arte del ajuste de cuentas y sus traviesos retratos de Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Cau, pero especialmente Jean d’Ormesson, son piezas maestras del humor. Es una lástima que nadie se ocupe de traducir sus textos.

Fue un ser anárquico, libre de toda coacción, que para escapar del aburrimiento llegó a caer en el alcoholismo y estuvo unos años sin dar señales de vida. Fabrice Gaignault cuenta con flagrante sentido del humor en su Diccionario de Literatura para Esnobs (Impedimenta, 2011) cómo heredó de su padre banquero el amor por los libros y un soberano desprecio por el dinero. Pero jamás por el gran estilo, que cultivó hasta sus últimas consecuencias. Fue un hombre de izquierdas prendido de las maneras de los intelectuales de derechas como Paul Morand. En 1952, publicó aquel artículo, Húsares y veteranos, donde explicaba esa fascinación. En medio de fuerte controversia, se inventó una nueva generación de escritores estetas conservadores para zurrarle la badana al viejo gotha existencialista. Su panteón de la gloria, sin embargo, abarcó diferentes dioses: los citados Montaigne y Diderot, Saint Simon, Bossuet, Chateaubriand, Proust, Gide, Malraux, Sartre, Drieu La Rochelle, incluido en su panoplia literaria, y Leautaud. Creo recordar que fue el periodista Jean Daniel quien escribió que Frank era para él este último, Leautaud, corregido por Renard. Le divertían las polémicas literarias, en sus últimos años las protagonizadas por la escritura de Michel Houellebecq. Él mismo había tenido un comienzo atrevido: «Mireille cruzó las piernas. Solo se había desabrochado dos botones de la camisa negra. No es que los pechos estuviesen blandos, pero las quemaduras del sol debían de haberlos marchitado un poco», escribió en su segunda novela «Les Rats». Frases como esta en 1953 desencadenaban algún tipo de hostilidad.

También fue el apasionado gastrónomo, de los paseos por París de «Les Rues de ma vie», de la sólida amistad con Françoise Sagan y con Florence Malraux, hija del autor de La condición humana y compañera de Alain Resnais. Eran las mujeres que, además de amarle, le mimaban para que siguiese adelante con su vida, sin ataduras laborales ni confesionales, consagrado a la lectura, el vino, los gatos, la noche y los placeres de la buena mesa. Tuvo varios patrones protectores entre los propios editores de las publicaciones en que escribió, Le Monde , L’Obs, etcétera, y a uno de ellos le respondió en una ocasión: «¿Cómo me pides que trabaje cuando precisamente escribo para no trabajar?»

En el epicentro de todo se hallaba el vino. Por sus orígenes maternales, amaba sobre cualquier otra bebida el burdeos y se convirtió enseguida en un preceptor muy fiable de los vinos de Saint Julien. Pero no solo; Chateau Giscours de Margaux, figuraba entre sus preferidos. Tenía predilección también por los blancos provenzales del domaine Ott. Aconsejaba un gewürtztraminer para acompañar el roquefort y se dejaba guiar por el instinto del escritor americano Jim Harrison, grandísimo gourmet rabelesiano, para elegir un bandol rouge del domaine Tempier. Adoraba los vinos de Jerez, a su juicio entre los mejores del mundo. Y reprochaba a los ingleses que los hubieran adoptado bautizándolos como sherry, como si se tratara de sus perritos. «He aquí un vino noble por excelencia reducido a la esclavitud de un nombre ridículo», escribió en una de sus memorables columnas.

No me olvido tampoco de la crónica sobre un almuerzo presidido por Giscard d’Estaing en el Elíseo al que asistieron Philippe Sollers, Julia Kristeva y Roland Barthes, que se fue comentando de modo irónico que tenía la impresión de haberse encontrado como anfitrión a un gran burgués con mucho éxito. Frank no perdonaba a los comensales del Elíseo y al remanso intelectual de los años 70 su brío burlón e incluso cierta rudeza, que según él situaba en el lugar que les correspondía unas reputaciones escandalosamente infladas por el espíritu de la época.

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