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La mirada de Lúculo

Una vuelta japonesa de la tortilla

Una vuelta japonesa de la tortilla Pablo García

Hay muchas cocinas japonesas, tantas como apetitos desmedidos en Japón. Una de ellas es de estilo occidental y consiste en plagiar o adaptar los platos que se comen en Occidente. Se llama yōshoku, y sus recetarios evolucionaron a partir de finales del siglo XIX, durante la era Meiji.

Mi amiga Taeko cocinaba, al menos una vez a la semana, yōshoku. Era el día en que más agradecía mi visita como invitado de la familia Sorensen. Entonces vivía en Madrid junto a su marido estadounidense, Tom, y dos hijas, unas niñas preciosas y simpatiquísimas de rasgos orientales y nombres españoles. Pienso que Taeko agradecía la presencia de un gaijin para testar sus platos. Yo, en cambio, prefería el pescado crudo y las generosas bandejas de sukiyaki; hablo del siglo pasado cuando el boom del sushi, el sashimi o los fideos de arroz aún estaba por producirse.

El yoshoku de Taeko asumía, como cualquier otro en su género, códigos ya conocidos y que no se tardaban en distinguir desde su mismísimo enunciado: el naporitan, espagueti con mucho tomate al estilo napolitano, o el korokke, primo de la croqueta, que se elabora picando trozos de carne, marisco o vegetales mezclados con puré de patata o bechamel, y se empana con harina, huevo y panko (pan rallado japonés) para freírlo hasta que dora. También estaban las hambaagaa, unas hamburguesas servidas en el plato con diversas salsas. Mi amiga no solía cocinarlas para evitar el juicio sumarísimo de su marido y las bromas sobre la cocacolonización americana en el país del sol naciente.

A fin de cuentas todo es fruto de la asombrosa facilidad con que un pueblo asimila las costumbres de otro e intenta hacerlas suyas sin desviarse por ello de sus ritos y tradiciones. Desde hace más de 150 años, los japoneses han tenido acceso a la cocina occidental que pasó a formar parte de sus dietarios caseros y posteriormente de los menús de las izakayas, las populares tabernas. Los hábitos gastronómicos, en cambio, tardaron mucho más en llegar a Occidente. El primer término que se utilizó para la cocina occidental en Japón fue seiyō ryōri, que servía para nombrar todos aquellos platos fieles al concepto original europeo o americano, mientras que yōshoku surgiría más tarde para establecer una distinción con el washoku, la cocina tradicional nipona. Es decir todos aquellos platos de procedencia occidental pero adaptados a los gustos locales. En los restaurantes, mientras que las especialidades estrictamente fieles al origen se sirven con tenedor y cuchillo, los palillos y el arroz como acompañamiento se reservan para el yōshoku.

Por eso y desde el primer momento me llamaron la atención las jugosas tortillas japonesas de Taeko, las populares omurice, palabra creada a partir de omelette (tortilla en francés) y rice (arroz en inglés). Mi amiga extendía los huevos batidos en una sartén redonda, no en la tamago rectangular, y envolvía con ellos un arroz frito con pollo. Con cuidado ajustaba los bordes hasta lograr un acabado perfecto. La omurice, tortilla y arroz, es el mejor ejemplo de esa adaptación de los gustos orientales del yōshoku. Ni que decir tiene que existen variedades y variedades de relleno y la posibilidad de acompañar los jugosos huevos con las mejores salsas orientales y occidentales, sirachas, ketchups o tabascos. O, metidos en cocina, con una demi-glace. O ponerle queso por encima. Taeko me hizo pensar más de una vez que con la omurice estaba comiendo la mejor tortilla francesa rellena del mundo. Pero yo seguía suspirando por la fina ternera loncheada, los vegetales del sukiyaki y un buen corte de pescado crudo, que en aquel momento representaba para mí la novedad de un mundo hasta entonces impenetrable.

En el omurice, que recibe el sobrenombre de tampopo por una película de Jūzō Itami, en la que un camionero ayuda a una viuda a convertir su tienda de fideos en la mejor del pueblo, sobre una capa gruesa de arroz frito con pollo, cebolla, champiñón y guisantes, condimentada con ketchup, se coloca la tortilla francesa. En realidad es un cruce entre una tortilla y un arroz frito japonés. Los huevos se cocinan para que queden cremosos, se cubren con arroz y luego con un relleno, que puede variar de pollo con cebolla a jamón o cualquier cosa. Yōko Hiramatsu, escritora gastronómica y autora de Un sándwich en Ginza (Quaterni, 2021), una colección de pequeñas historias sobre comida ilustradas por el gran maestro del manga Jiro Taniguchi, escribió que al romperla con la cuchara y al estar poco hecha, escapa el líquido y se abre hasta deshacerse por completo. «Mi corazón siempre estará con el omurice». Cuenta cómo en una ocasión conoció a un hombre maduro, de cincuenta y tantos, por el que se enteró que cuando era pequeño y cumplía años le pedía a su madre que le preparara una de aquellas tortillas rellenas y que le dejara poner por encima todo el ketchup que quisiera. Le recordaba el sabor de mamá. Piensen en una simple croqueta y encontrarán el equivalente en nuestras memorias culinarias.

El tonkatsu también se inspira en las técnicas europeas. Es un escalope o un san jacobo. En la era Meiji, los cocineros japoneses utilizaban filetes gordos de carne de vaca o de cerdo con el mismo método que la tempura cuando querían imitar la manera de freír en sartén de Europa. Conseguían que quedaran tiernos y jugosos. El tonkatsu, cuando Taeko lo cocinaba esperando que le dijéramos que el resultado era mejor al de cualquier milanesa, estaba acompañado de col cortada en tiras y con un condimento japonés especial inspirado en la salsa Worcester.

La cocina japonesa es una mezcla de técnicas y de formas de cocinar diferentes, que van de un extremo al otro, desde el más exquisito, ceremonioso, refinado y tradicional (cocina Kaiseki) a la comida rápida callejera, los pescados crudos, el sushi y el sahimi, las barbacoas, el ramen, el yakitori, o las influencias vegetarianas budistas, resulta fresca, con texturas propias y sabores inconfundibles.

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