Han transcurrido dos años desde que la Organización Mundial de la Salud elevó a «pandemia internacional» (11 de marzo de 2020) la situación de emergencia de salud pública ocasionada por la covid-19, a la que siguió (14 de marzo de 2020) el Real Decreto del Gobierno de España declarando el estado de alarma y el confinamiento. Fueron 3 meses con una más que justificada limitación, a pesar de discrepancias políticas inexplicables, de derechos ciudadanos individuales. Ahora, con una perspectiva más optimista, puede temerse que las prisas para dar por finalizada la crisis lleguen a ser inevitables. Lo escenifica el levantamiento de las medidas, el que ya no se vayan a seguir diariamente los casos, diluyendo los graves entre el resto de las infecciones respiratorias, y la presión para levantar la obligatoriedad de las mascarillas en espacios interiores. Incluso siendo optimistas, existen razones para no apresurarnos. Puede desaparecer la pandemia, pero queda un SARS-CoV-2 latente en medio de una covid-19 endémica, quizás estacional.

Admitiendo como muy probable que la covid-19 se consolide como una enfermedad «endémica», esta palabra se ha convertido en una de las peor utilizadas en estos meses, y genera demasiada complacencia. No significa el ‘final’ de la covid-19. Una infección endémica es la que mantiene unas tasas de infecciones más o menos estáticas en torno a márgenes previstos, aunque variables estacionalmente, que ni aumentan ni disminuyen mucho. Por ejemplo, tenemos resfriados muy comunes que son endémicos, pero una enfermedad puede ser endémica y, al mismo tiempo, generalizada y grave. Así ocurre con la malaria, que también es endémica en ciertos países y mató a más de medio millón de personas en todo el mundo en el 2020. Endémico no implica la vuelta a una normalidad que signifique minimizar nuestra percepción del riesgo y diluirlo como uno más entre los ya asumidos. Tampoco implica una estabilidad garantizada: no puede descartarse que pueda haber oleadas perturbadoras surgidas de nuevas variantes del SARS-CoV-2, que pueden ser más graves que ómicron y pueden llegar a sustituirla. Las políticas sanitarias y el comportamiento individual condicionarán qué forma toma, entre muchas posibilidades, la covid-19 endémica, otra enfermedad recurrente que los sistemas de salud y las sociedades deberán gestionar.

Atentos a cualquier signo de cambio, además de la vacunación sería razonable mantener el seguimiento de los casos graves y también de los casos moderados en los que la presencia del virus se prolonga, y mantener las pautas físicas de protección (distancia y mascarillas de elevada protección) para las personas más vulnerables. Tampoco deberíamos apresurarnos en la eliminación de mascarillas en los interiores, y después, en cualquier caso, deberíamos mantenerlas como recomendación. El posible recrudecimiento de la incidencia en el próximo otoño sigue siendo inquietante y aún no está garantizada una rápida disponibilidad de vacunas adaptadas a nuevos antígenos o variantes, ni es amplia la reserva contratada de los nuevos antivirales de fácil aplicación, que son los elementos percibidos como más convincentes para asumir la deseada normalidad.

Entre lo inquietante, lo que se deduce de un estudio recientemente publicado (9-marzo en The New England Journal of Medicine), que muestra que entre los primeros 100 pacientes que recibieron sotrovimab (un medicamento a base de un anticuerpo neutralizante del SARS-CoV-2, aprobado hace 3 meses) en una clínica de Nueva Gales del Sur (Australia) se identificaron 8 pacientes persistentemente positivos para SARS-CoV-2 (delta), y en 4 de ellos, la mitad, el virus había mutado y se había vuelto resistente al anticuerpo. Los autores advertían del riesgo de transmitir tal resistencia a la población, en eventuales contagios si los portadores no se mantenían aislados.

Entre lo que mueve al optimismo, ya nos referíamos (DM, 20-diciembre 2021) a un estudio del Centro de Investigación del Cáncer de Seattle (Washington) en la revista Nature, que perfilaba la posible evolución del coronavirus SARS-CoV-2, atendiendo a su posible analogía con la evolución que en décadas anteriores ha mostrado el «coronavirus-229E», un virus que causa resfriado común y que nos afecta repetidamente a lo largo de nuestras vidas. El estudio corroboraba la casi certeza de que la fuerza (la presión de selección natural) que impulsa los «cambios antigénicos» en el virus, hacia nuevas variantes, es cada vez más fuerte respecto a escapar a la inmunidad generada por la infección, la vacunación o ambas cosas, debido a la pérdida de la capacidad neutralizante de la reserva circulante de anticuerpos. Por tanto, detener la transmisión parece poco probable, aunque sí proteger de la enfermedad grave, que dependería más de la inmunidad celular que vamos acumulando. Interesantemente, un reciente hallazgo publicado (2 de marzo) en The Journal of Infectious Disease demuestra en 24 personas previamente infectadas que, aunque no dispongan de anticuerpos neutralizantes de acción inmediata para detener una nueva infección, sí que tienen (incluso después de 11 meses) células B de memoria específicas de SARS-CoV-2, productoras de más anticuerpos neutralizantes, y que se demuestran efectivos contra todas las «variantes de preocupación» conocidas. Aunque el estudio es en solo 24 personas, los resultados son claros y proporciona sólidas razones para el optimismo con respecto a la capacidad de la vacunación (más eficaz la heteróloga), la infección previa, o ambas, para provocar inmunidad y limitar la gravedad de la enfermedad causada por nuevas variantes que vayan surgiendo.

Sin embargo, lo sucedido en estos dos años nos debería llevar a haber aprendido algunas lecciones, como la de no lanzar las campanas al vuelo anticipadamente, la conveniencia de actuar rápidamente, anticipando las decisiones políticas de gestión apoyadas en una evaluación científica de riesgos excelente, independiente y transparente. Evitar el descrédito causado por falsedades, a veces explicables pero siempre injustificables, como cuando nos decían que las mascarillas no servían, a pesar de ser cierto lo contrario (DM, 28 de marzo de 2020: «las mascarillas son útiles, no debiéramos seguir repitiendo hasta el absurdo que las mascarillas no protegen»). Curiosamente, incluso hoy perdura tal error en el teletexto de RTVE (página 159). O los presidentes más populistas, como Trump, que anunciaba (16-marzo-2020) que si la gente se quedaba en casa durante 15 días, ello sería suficiente para frenar la propagación del virus, sabiendo que inmediatamente después de volver a la vida normal las ganancias de la pausa se evaporarían rápidamente, como así sucedió. Y ¿cómo evitar que líderes políticos pongan en peligro la vida de los ciudadanos oponiéndose a decisiones de salud pública si tales líderes no son castigados por sus seguidores, ni siquiera cuando quedó claro que el camino tomado por conveniencia política estaba costando miles de vidas? En el trasfondo de cualquier crítica a la gestión en nuestro país, sobresale siempre la ausencia de una tradición de funcionamiento contrastado de toma de decisiones, basada en un sistema de evaluación científica de riesgos homologable en una democracia avanzada (DM, 11-10-2020: La evaluación científica de riesgos a propósito de la covid-19 y el Estado de Alarma).

Demasiada gente aún confunde las falsedades basadas en la conveniencia política o intereses espurios con las rectificaciones y adaptaciones de la gestión, basadas en nuevo conocimiento científico. Y la confusión genera frustración, terreno propicio para quienes demonizaron las vacunas, se negaron a usar mascarillas, negaron la existencia del SARS-CoV-2 y la covid-19 y despreciaron la evidencia científica como si fuera un engaño. Ahora, aunque la evolución del virus y la Ciencia han hecho que la perspectiva sea más optimista, es hora de avanzar hacia la normalidad, pero sin olvidar que la insistencia y el apresuramiento en mantener la vida normal cuando la situación no lo era ya ha tenido un coste enorme, especialmente en otras comunidades autónomas: la pérdida de miles de padres, abuelos y otros familiares y amigos.