Quién le iba decir a Francina Armengol que tendría que salir del ensoñamiento que la domina desde finales de verano al grito callejero de «dimisión». El pasado martes, en el Consolat esperaban literalmente a unos 300 manifestantes en la protesta de bares y restaurantes por imponerles el cierre. Alguna que otra voz interna alertó de que la cosa iba en serio —«ojo con eso»—, pero la presidenta del Govern pensó que lo ventilaría con retrasar un día la vigencia de las restricciones e irse a poner una primera piedra en Santanyí.

Que los concentrados finalmente fueran mil o cuatro mil, que sobresalieran las acciones de la turba de ultraderecha... es lo de menos. El riesgo político para la presidenta es que su indignación ha calado entre la mayoría social, que le ha retirado su apoyo y la ha puesto ahora en cuarentena.

Armengol se dejó en el Hat bar la auctoritas con la que había liderado la primera y segunda olas. Con su discutida gestión de la crisis sanitaria desde entonces, que ha tenido su culmen en la protesta callejera de esta semana, la socialista ha extendido el descrédito al resto del Ejecutivo. Normal que los de Més se suban por las paredes (el post de Jose Ferrà en su Facebook es de lectura obligada). En cuanto a los socios de Podemos, todavía no sabemos si se han enterado de que ha habido una sonada manifestación.

Más allá de los delirios trumpistas de unos cuantos, la causa de los restauradores ha generado empatía entre la ciudadanía que lleva semanas sin entender qué ocurre en Mallorca con el descontrol de la covid-19 y los continuos vaivenes del Govern. Armengol infravaloró la contestación y solo se ha percatado a posteriori. Ha perdido facultades.

Tras la protesta, la fontanería del PSOE balear cargó primero contra Aina Calvo «por contar de más» (y eso que la delegada prohibió la concentración a instancias de Salud, y es la única del PSOE que ha salido a dar la cara), y acto seguido tiró de argumentario fácil: «No entiendo que deis tanta cancha a cuatro fachorros de Vox lanzando petardos a las instituciones. Estamos en una pandemia y tiene que haber restricciones y sacrificios, hay gente muriendo cada día ¿tan difícil es de entender?».

En las alturas, otros rehuían los paños calientes:

—«La gestión de estas últimas restricciones ha sido un desastre».

Pocos se explican que un Ejecutivo de izquierdas prohíba por decreto trabajar a una parte de su población sin darle alternativa, con el único mantra repetitivo de que «hay que salvar vidas». Como si eso no le importara a la gente que se queja.

Compremos la versión oficial de que ya se tenía decidido dar 4.500 euros en los próximos tres meses a los negocios perjudicados . ¿Por qué se espera una semana a decirlo, en lugar de calmar los ánimos ipso facto durante la estocada? Preguntamos a una voz autorizada: «No te lo sé explicar, a veces las cosas funcionan así». Bonito eufemismo para disimular la improvisación.

Desde que Pedro Sánchez le delegara el 25 de octubre la gestión de la lucha contra el coronavirus, el Govern no puede reconocerlo públicamente pero está sobrepasado. Obviamente, no es el responsable de la pandemia, pero sí le compete atajarla. En Salud llevan desde antes de Navidades sin poder doblegar todavía la curva de contagios, tampoco explican por qué Balears pasó a ser en diciembre la autonomía con la mayor incidencia del Estado. Interrogamos al respecto a uno de los oráculos, recordándole que Black Fridays y puentes de la Constitución los hubo por doquier en la Península. Suelta una respuesta sincera:

—«No es tan fácil saber de dónde te salen tantos positivos, y ¿qué haces entonces?».

Entre algunos en el Govern está instaurada también la teoría de que «quizás es que hacemos demasiadas PCR», lo cual es un arma de doble filo.

Así las cosas, reina el desespero con la consellera de Salud, Patricia Gómez, que se limita a estar; eso, y a hacer de correa de transmisión de los que restringirían todavía más, el doctor Javier Arranz y la «asesora» Marga Frontera, inquera como Armengol y con mucha ascendencia sobre ella. No está, ni se la espera, la directora general de Salud Pública, que debería conducir el volante («¿Maria Antònia Font? Ahora mismo no le pongo cara, confiesa una fuente socialista»). Otra señal de que en el último año la presidenta ha renegado de su valentía, un cargo de segundo nivel y no se atreve a destituirla.

Dos vecinos de Palma, apoyando el paso de la manifestación del martes desde su casa.

En la trastienda, el verdadero capitoste político de la batalla contra el coronavirus es el director general del IB-Salut, Juli Fuster, que ha prometido a Armengol que no faltará una sola cama de UCI u hospitalaria. Por mor de su dependencia, la presidenta ha ido posponiendo la remodelación de gobierno que tendrá que acabar acometiendo en cuanto contenga el tsunami. Salir de esta pasa también por poner a un perfil potente al frente de la Conselleria y decidido a coger el timón. Miquel Roca es el eterno nombre deseado, pero cualquier médico de prestigio sabe que la covid-19 lo tritura todo, cómo dar ahora el salto político. Aunque así son los verdaderos desafíos.

Mientras no encuentre relevos, la presidenta debe conformarse con la cúpula actual de Salud para la gestión sanitaria; ha habido que apretarla fuerte estos días, al ver que también nos poníamos a la cola de la vacunación. El reflotamiento económico, Armengol lo fía a su conseller de Turismo, del que ya se afirma que era inigualable en Trabajo, pero ahora naufraga. «Iago [Negueruela] vive pendiente de que los hoteleros y la CAEB no se reboten, y eso a veces nos hace perder la mirada de izquierdas y desatender determinadas necesidades de la gente», relata un alto cargo del Pacto. «Y que son los que nos votan», apostilla.

Después de la manifestación, Negueruela se reunió con Podemos y Més en su conselleria, para que quedara claro quién lleva la batuta. El paquete de 103 millones en ayudas para bares y restaurante que ha impulsado ha salvado in extremis la cara al Govern. Habría estado bien saber por qué un avispado como Negueruela ha preferido ir a remolque, en lugar desincentivar la protesta de antemano. Debe aquejarle el mal del Consolat, el mismo del que Armengol vivió inmunizada hasta que ganó las segundas elecciones. Derrotar por vez primera al PP en Balears la sumió en la bunkerización. Que la socialista permita que un viernes se anuncie el cierre de locales para el martes que viene, y el lunes se cambie al miércoles, sin la menor justificación, obviando los trastornos que ello provocó a los pequeños empresarios y trabajadores, demuestra que Armengol ha aparcado la empatía.

En mayo de 2019, Armengol revalidó la presidencia de Balears por mérito propio, en un hito indiscutible frente al hegemónico PP. Sin embargo, ha olvidado muy rápidamente que se hizo con el cargo en 2015 gracias a la manifestación, dos años antes, de cien mil personas contra José Ramón Bauzá por el TIL. Bauzà se mofó de aquella protesta, aferrándose a los 900.000 que se habían quedado en casa. «La mayoría silenciosa», los llamó, y se los apuntó como propios. No supo —o no quiso— ver que entre los activistas de la marea verde nadaban los hijos y nietos de sus votantes conservadores.

Armengol ha optado por no dejar que la descentre la minoría ruidosa que la vociferó el martes; haría mejor en considerar qué parte de responsabilidad suya hay en el amplio descontento social que, aunque confinado, aglutina en la actualidad. Y sobre todo, la presidenta debería meditar la conveniencia de tener que protegerse con los antidisturbios, como ocurrió el martes en el Consolat y el Parlament. El presidente más mesiánico de cuantos ha tenido Balears perdió el oremus mucho antes de la macroprotesta, cuando ya en mayo de 2012 hizo cerrar Pollença y la plaza de Santa Margalida con docenas de guardias civiles, impidiendo el paso a ancianos desconcertados. Armengol tendría que recordar cómo le fue a Bauzá tanta porra y uniforme.

Sin oposición y elecciones a más de dos años vista, la mascarilla que protege hoy

La única obsesión del Govern que venía a cambiar el modelo económico y fomentar el tejido productivo de Balears es que en mayo empiece la temporada turística, algo que nadie puede garantizar porque depende de la coyuntura europea. 

Un efecto colateral que ha tenido el alboroto callejero ha sido azuzar la vacunación, que se desarrollaba con cuentagotas. A finales de semana Salud se ha puesto las pilas. 

En medio de las críticas, Francina Armengol cuenta con varias bazas a su favor: la principal, que sigue sin tener oposición ni un rival a su altura. Después de hacer el ridículo en agosto al posicionarse en contra de las mascarillas obligatorias, que al día siguiente Alberto Núñez-Feijoó ordenaba en Galicia, Biel Company no ha dado pie con bola. La exigencia de cribados masivos en todos los pueblos, su única iniciativa seria. 

Armengol conserva los 32 votos que le dan mayoría, y el flirteo con El Pi y Ciudadanos le da holgura cuando Més per Menorca se le rebela. Podemos no existe -son ofensivas e impresentables las dos comidas de 24 y 26 personas de su consellera Mae de la Concha con el ministro Luis Planas, en plenas restricciones de seis-, y Més siempre acaba capitulando. Quedan más de dos años y medio antes de que Armengol vuelva a medirse con las urnas; tiempo de sobra para remontar. Jugará a su favor si abren los hoteles. «Si eso no ocurre, entonces te diré que sí estamos muertos. Hoy por hoy, no», sentencia un armengolista de pro.