Día 41. El primer paseo ha sido un éxito. Creo que no hemos incumplido ningún precepto de las salidas controladas con menores, ni tampoco nos ha reñido nadie, que era cuestión que tenía muy preocupados a los niños: les aterra que un policía les pueda decir que se portan mal. En el portal se han puesto un poco nerviosos por si se acordarían de caminar "mucho rato" o si se les ha olvidado después de un mes y medio. "Ahora no sé si me apetece salir", dice él y me echo a temblar por si es un síntoma de agorafobia. "Tengo pipí", informa ella en la primera esquina, y nos tenemos que volver a casa, a lavar las manos y todo el ritual. Ya en ruta, hace un calorazo en relación a la temperatura homogénea de nuestra casa, les pican los ojos y les da miedo fracasar en el intento de no acercarse a nadie a menos de un metro y medio. Pero sentirse libre resulta ser como andar en bici, que una vez dominado ya no se olvida. Así que echan a correr y desaparecen de mi vista como una estampida de ardillas. Imposible seguirles. Mi forma física sí que se ha ido al garete medio día sentada, medio día inclinada sobre la tabla de cortar, la cocina, el lavaplatos y la lavadora. Acostumbrada a pasar el santo día con los crocs puestos, me duelen los pies y no veo ni torta con este sol. Aparecen y vuelven a ser los de siempre: dame agua, toma mi camiseta, cógeme el patín que me quiero subir a las rocas. La madre mochila-perchero ha vuelto, sudando y derrumbándose en la primera sombra. La felicidad de los pequeños solo es comparable a la de la pulsera de actividad, que se ha venido muy arriba y manda una sucesión de mensajes alentadores porque hoy he pulverizado todas mis miserables marcas personales. Ya de vuelta, los niños me hacen ver lo maravilloso que está el paseo este domingo sin tanta gente, lejos de la masificación habitual. "¿Te imaginas, mami, que lo dejaran siempre así, solo para nosotros?".
