Antes de nada quiero reseñar que si hubiera podido elegir nacionalidad me hubiera encantado ser australiano o viejo zelandés, por eso de la edad. Pero vayamos a lo que importa. Como toda buena historia que se precie empezó de la manera más tonta. En octubre de 1859, un adinerado y aburrido colono, Thomas Austin, liberó en plena naturaleza australiana 24 conejos salvajes que se había hecho traer desde la lejana Inglaterra para poder seguir practicando su afición cinegética en ese remoto lugar donde los nativos marsupiales eran demasiado fáciles de cazar. La idea resultó ser tan o más destructiva que la elección de Trump como presidente de EEUU o de Setién como entrenador del Barça. Sin enemigos naturales y con todo un inmenso país/continente por devorar, estos simpáticos roedores se expandieron como una plaga bíblica y en la década de los años 20 alcanzaron un pico de 10 mil millones de individuos.

Como muy bien nos explicó Newton en nuestros años mozos, a toda acción le corresponde una reacción y así los atolondrados aussies decidieron importar al outback del down under (toma ya sarta de jerga anglosajona) a los depredadores nativos de los conejos: los zorros. Estos, haciendo honor a su fama de astutos, un minuto después de ser liberados en tierras australes, cayeron en la cuenta de que era más fácil cazar wallabies, wombats y demás simpáticos marsupiales cuyo nombre empieza por W que a los veloces y avispados conejos. Conclusión: los conejos siguieron reproduciéndose a la velocidad que los ha hecho legendarios, y los pobres marsupiales estuvieron en un tris de desaparecer. Si en lugar de importar zorros, se hubieran preocupado más de no importunar, cazar y exterminar al mítico tilacino (tigre de Tasmania), tal vez habría menos conejos y los rayados lomos de este extinto depredador seguirían campando por el rojo desierto de la isla-continente.

Pero las alegres ocurrencias de los colonos australianos no acabaron aquí. En 1932 los granjeros de este rincón del planeta, altamente empobrecidos tras la gran depresión del 29 y hartos de que los emús (unas peculiares aves emparentadas con el avestruz y de casi 2 metros de altura), les destrozaran las cosechas, les declararon la guerra. La conocida como Guerra del Emú. Y que además perdieron. El ministro de defensa Sir George Pearce puso a disposición del mayor Gwynydd Purves Wynne-Aubrey Meredith, el sargento S. McMurray y el artillero J. O'Halloran lo más selecto del arsenal armamentístico del país con el objetivo de acabar con la plaga. Las bandadas de estas aves listas, desconfiadas y muy muy rápidas resultaron casi imposibles de cazar y tras muchos miles de dólares australianos invertidos y una enorme cantidad de recursos materiales y humanos dilapidados, el mayor Meredith presentó un informe en el que detallaba que se habían abatido más de 50 aves enemigas, pero que lo más importante era que no se habían producido bajas en el ejército australiano. Con un par. Otro día hablaremos de por qué Australia es el país con más camellos salvajes del mundo (no siendo este animal nativo de estas latitudes), o por qué es el país con mayor proporción de población griega fuera de Grecia.

En el ámbito de la regulación, otro de los grandes hitos del siglo XX, lo protagonizó Mao Tse Tung (Mao Zedong) el Gran Timonel, que entre 1957 y 1958 declaró la guerra a las moscas, los mosquitos, las ratas y los gorriones. Los primeros por ser transmisores de enfermedades y los segundos por ser consumidores de un grano cada vez más escaso en aquellos lares. Como siempre, el remedio fue peor que la enfermedad y si bien la lucha contra moscas, mosquitos y ratas resultó estéril, la desarrollada contra los pobres gorriones fue todo un éxito. Masas de campesinos enfervorizados les daban caza sin descanso y les impedían dormir haciendo estallar pólvora o haciendo sonar atronadoramente sus cacerolas durante la noche. Como resultado de esta campaña sin cuartel, los gorriones prácticamente desaparecieron, pero florecieron los insectos que eran parte del menú habitual de estas avecillas y que sin depredador camparon a sus anchas, devorando cosechas, transmitiendo enfermedades y provocando una hambruna que se cobró la vida de más de 20 millones de chinos. Los jerarcas tuvieron que plegar velas y recular. Se canceló el programa de ejecución de gorriones (lo que probablemente salvó la vida al capitán Jack Sparrow) y lo que es más curioso todavía, obligó al gobierno chino a comprar secretamente cientos de miles de gorriones soviéticos que probablemente escriben en cirílico, son cristianos ortodoxos y odian a los ucranianos.

De la desregulación en la suelta de conejos o del genocidio ornitológico debido a la regulación debemos y podemos aprender que ni el mercado libre puede regularlo todo, ni la regulación más estricta es mínimamente útil en la gestión de los grandes problemas del día a día. Cada vez que oigo a algún líder político llenándose la boca con la palabra “libertad”. Empieza a enumerar la enorme cantidad de cosas que le gustaría prohibir en aras de ese concepto: la eutanasia, el aborto, la libertad de culto, la adopción de parejas homosexuales…. Cualquier día de estos salen los ultramontanos diciendo que la mejor manera de luchar contra el aborto es armar a los fetos. Con una semiautomática a ser posible.

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